Corrían malos tiempos para el partido de Ada Colau. De hecho, hace años que la confluencia de izquierdas creada bajo la marca de Catalunya en Comú asiste a un declive en el ámbito catalán, siendo el Ayuntamiento de Barcelona el único puntal al que aferrarse. Lo hacen desde 2015, mientras que en la parcela autonómica la formación morada ha ido cambiando de siglas --de Catalunya Sí Que Es Pot pasó a En Comú Podem-- y perdiendo escaños.
Hoy tiene ocho, uno menos que la CUP y tres menos que Vox, pero suficientes para convertirse en el partido bisagra de los presupuestos de la Generalitat de 2022. Lo fueron en 2020, en época prepandémica, cuando Pere Aragonès era vicepresidente económico y pactó con Jéssica Albiach una cuentas que incluían un aumento de la presión fiscal, y que no gustaron nada a Junts per Catalunya (JxCat). Por aquel entonces presidía el Govern Quim Torra, quien ayer se deshacía en explicaciones sobre aquel acuerdo entre el Govern y los comunes. “Era una situación excepcional”, dice.
Primera piedra para un tripartito
Albiach aseguró entonces que ese pacto era la primera piedra de un nuevo tripartito entre ERC, los comunes y el PSC.
Nadie lo hubiera dicho ante tanto veto cruzado en la campaña de las elecciones del pasado 14F. Republicanos y socialistas se crearon un cordón sanitario, propiciado por la escasa diferencia de votos entre ERC y JxCat. Aragonès optó por renovar los votos independentistas, previo coqueteo con En Comú Podem, partido al que utilizó para presionar a los sociovergentes. Finalmente se optó por un tripartito, sí, pero independentista, con la CUP fuera del Gobierno.
Pero la semana pasada, los comunes irrumpieron de nuevo en la estrategia de acuerdos, después de que los antisistema anunciaran que presentarían enmienda a la totalidad. El cambio de alianzas supuso un balón de oxígeno para Colau, quien acababa de asistir a la dimisión de cuatro dirigentes de Catalunya En Comú, hartos de las “decisiones cupulares” y la “prepotencia” del equipo de la alcaldesa.
¿Repetirá como candidata?
Llovía sobre mojado. Porque las posibilidades de repetir un tercer mandato en el consistorio barcelonés han ido menguando --el partido morado permanece a la espera de encuestas para decidir si el delfín de Colau, Jordi Martí, la releva como cabeza de lista en las elecciones municipales de 2023-- y, para colmo de males, ERC había votado en contra de la tramitación de los presupuestos municipales.
Ayer, esa situación dio un vuelco. Ernest Maragall, líder republicano en el ayuntamiento, se vio obligado a envainarse ese no tras el acuerdo de Aragonès y Albiach, quienes no tuvieron problemas en inmortalizar su pacto en una foto, mientras JxCat comparecía para expresar su enfado por la ruptura de la unidad independentista "del 52%".
En contra de lo asegurado hasta ahora, la estabilidad del Gobierno español, catalán y barcelonés sí formaba parte de una única carpeta. El quid pro quo revigoriza a los comunes, rompe los bloques impuestos por el procés y sienta las bases de un futuro tripartito de izquierdas junto a ERC y PSC, que ha visto desde la barrera cómo se agrandaba la grieta entre ERC y Junts, pero también dentro de JxCat.