El proceso que empezará el martes en el Tribunal Supremo juzga hechos que se produjeron en la segunda mitad de 2017: desde el asedio a la comitiva judicial que registraba la Consejería de Economía el 20 de septiembre hasta la declaración de independencia del Parlament el 27 de octubre, pasando por las leyes de desconexión y la organización del referéndum del 1-O. Acontecimientos que han merecido la acusación de rebelión, sedición, malversación, organización criminal y desobediencia.
Es lo que se juzga, pero resulta difícil establecer dónde está el origen de esos hechos, que se precipitaron tras la desaparición del Estado en Cataluña. El enterrador fue Mariano Rajoy, que evitó responder al crecimiento de un malestar que se había empezado a mostrar en las calles en 2010 y que cobró una gran dimensión a partir de 2012.
Balance de 40 años
La inacción del Ejecutivo hizo que la justicia fuese el único Estado que se encontraba el nacionalismo catalán. Un movimiento que no ha dejado de presionar desde que se restableció la democracia rozando continuamente a la línea roja.
¿Qué ha ocurrido en Cataluña para que 40 años después el nacionalismo catalán haya subido su apuesta contra España de la forma en que lo ha hecho?
Cataluña y España
En 1980, el PIB per cápita español estaba aproximadamente un 19% por debajo del catalán, mientras que el peso de la economía catalana en la del conjunto del país también suponía algo más del 19%. En 2017, esas magnitudes eran muy parecidas. Durante esos 37 años Cataluña y España han crecido al mismo ritmo.
En las primeras elecciones autonómicas de 1980 el bloque de partidos catalanistas sumó el 39,6% de los votos con un 61,44% de participación. El que ahora llamaríamos constitucionalista obtuvo casi el 58%. En 2017, con una participación del 79%, el bloque que ahora se llama soberanista tuvo el 47,5%; mientras que el otro bajó al 50,9%.
El PNV y CDC, dos ejecutorias
Con elementos objetivos sobre la mesa muy semejantes, el PNV ha reconocido que el País Vasco vive el mejor momento de su historia. La economía vasca suponía el 6,39% del total en 1980 y ahora representa el 6,15%. El PIB per cápita superaba a la media española en el 31,4%, y ahora en el 32%.
En las primeras elecciones autonómicas, el bloque nacionalista logró el 64,5% de los votos con una participación del 60% del censo, frente al 31,5% de lo que ahora llamamos constitucionalismo. En los últimos comicios, los bloques se han movido: 73% el primero y 24% el segundo, con la misma participación.
Adiós a la burguesía industrial
¿Por qué el nacionalismo vasco, que se ha expandido lo mismo que el catalán, reacciona de una forma distinta en la madurez del sistema autonómico? La pregunta es relevante en la medida en que, como sostiene el profesor Antón Costas, ambos territorios han perdido una burguesía industrial que, tradicionalmente, inoculó cordura en sus clases dirigentes y moduló los movimientos sociales.
Quizá parte de la respuesta tiene que ver con que, a diferencia del vasco, el nacionalismo catalán tenía un proyecto, obra de Jordi Pujol, que iba más allá de la autonomía. Un plan que fue trazándose a lo largo de los años y que empezó a aplicarse incluso antes de que el propio Pujol presidiera la Generalitat.
Un país a su medida
¿Qué hizo Pujol en su larga etapa de gobierno? Construir un país a imagen y semejanza de su ideario. Empezó por un modelo educativo cuyos primeros trazos se dieron ya en la época de Josep Tarradellas. Cuando ganó las elecciones de 1980, Pujol puso de titular de Enseñanza a Joan Guitart, que formaría parte del Consell Executiu durante 18 años como consejero de Enseñanza, primero, y de Cultura, después. Guitart había sido director general técnico de Enseñanza con Tarradellas.
Era el primer paso, en el que después colaboraron con devoción tanto el PSUC como el PSC, en la construcción de una escuela “en” catalán y “catalana” que excluye el castellano. El segundo capítulo fue la creación de TV3, que el president encargó a Lluís Prenafeta, su mano derecha durante tantos años, condenado finalmente por delitos de corrupción.
Imagen de archivo de Jordi Pujol y José María Aznar cuando ambos gobernaban / EFE
El Plan 2000
El proyecto nacional de Pujol, recogido de forma pormenorizada en el Plan 2000, pasaba por dar la vuelta al calcetín de una sociedad cada día más cosmopolita y convertirla en una Cataluña catalana. Ya había dejado escrito en los años 60 que lo que traían los inmigrantes no era cultura, eran poco más que acémilas. El nuevo país no debía ser un crisol donde se fundieran las distintas aportaciones, sino que los nouvinguts debían sumergirse en la patria que él construía. La mano de obra llegada no contaba, como no contaba la literatura en castellano. Los enemigos reales en el territorio, como dejó escrito, eran los altos funcionarios que llegaban mirando por encima del hombro: registradores, notarios, altos funcionarios, militares, fiscales, jueces.
El eje vertebrador de ese proyecto era el idioma. Pasados los años, sin embargo, el propio Pujol ha reconocido que fue un error, que debería haber optado por un elemento común sólido y más integrador, como la voluntad de ser. Es de cajón: por más culto que se le rinda y por más que se mitifique, la lengua es, en buena medida, un mero instrumento. Lo hemos visto con el terrorismo moderno, que golpea a las sociedades en su propio idioma, sea inglés, francés, castellano o catalán.
Hacia un callejón sin salida
Ese trabajo del fundador de Convergència Democrática de Catalunya (CDC) no era delito, evidentemente, pero llevó al catalanismo a un callejón sin salida. De UCD al PP, pasando por el PSOE, han dado muestras en los 40 años de democracia de creer muy poco en el Estado de las autonomías, como evidencia el hecho de que aún haya competencias pendientes de transferir y la aprobación de leyes orgánicas destinadas a reducir las ya delegadas. Se podría decir que ha sido la respuesta más visible, si es que se puede hablar de respuesta, al pressing del nacionalismo. Nunca se ha querido entender la cuestión de fondo y, cuando la evidencia ha sido arrolladora, el Gobierno de turno ha mirado hacia otro lado, como quedó de manifiesto el 3 de octubre de 2017.
En paralelo, la deslealtad nunca suficientemente respondida del catalanismo --que luego se presentó como nacionalismo, después con la cara del separatismo y al final con la bandera del republicanismo-- fue construyendo una realidad mucho más sólida y eficaz que las famosas estructuras de Estado: la enseñanza, los recursos de la Generalitat --o sea, la red de poder en el territorio-- y el aparato de propaganda.
Banca Catalana
En 1984, poco después de que la fiscalía incluyera a Pujol en la querella por el hundimiento de Banca Catalana, el diario conservador ABC lo eligió Español del Año. Y atacó al Gobierno socialista, al que atribuyó el encausamiento de Pujol, por no digerir el triunfo de CiU en las segundas elecciones autonómicas, en las que pasó de 43 a 72 diputados.
Dos años después, la Audiencia Territorial excluyó al president de la querella. Y en 1990, todo el consejo de administración del banco fue exculpado. Pujol salió fortalecido y pudo gobernar sin interferencias hasta que la corrupción de su entorno y su propia confesión como defraudador fiscal acabaron con él. Hasta Felipe González llegó a abrazar la tesis de la lengua propia mientras el castellano era tratado como un idioma extranjero en las escuelas.
Entregados al extremismo
La crisis económica, los recortes del Govern de Artur Mas y la tensión generada por la innecesaria reforma del Estatut generaron un malestar popular que el nacionalismo ha querido capitalizar a través de una espiral que le echó en manos de grupos anarquizantes como la CUP y de políticos vacíos como Carles Puigdemont y Quim Torra.
La evidencia de que no ha conseguido ampliar suficientemente su base popular a lo largo de 40 años y la necesidad de mantener activo el movimiento nacional le ha llevado a saltarse la ley de manera flagrante y reiterada. De aquellos barros, estos lodos.
¿Dónde está el Estado?
En el otro lado, en lo que el nacionalismo llama el Estado, nunca ha habido una respuesta clara ni una estrategia. El tancredismo de Rajoy fue la culminación de la indolencia que habían mantenido los gobiernos anteriores: cerrar los ojos ante la presión constante de la Generalitat, incluso cuando no necesitaban el apoyo parlamentario de los diputados nacionalistas.
El PNV da una respuesta distinta, aun y teniendo un ideario semejante y encontrándose en una realidad parecida, probablemente porque carecía de un ideólogo con un país en la cabeza. Y puede que también porque la burguesía vasca nunca dejó de ser vasquista: ETA imposibilitó la empatía con los radicales, que mataban y que al final fueron derrotados. Mientras que en Cataluña, aunque Pujol no era estrictamente uno de los suyos, la burguesía se dejó seducir por sus cantos de sirena. Pese a las coimas, ya les iba bien. Incluso ahora se puede ver a alguno de sus representantes financiando las apuestas republicanas tanto aquí como en Waterloo.