¿De qué lado está hoy lo “políticamente correcto”? ¿Del lado de los que no ven ningún problema, o del lado de los que temen la inmigración? Incontestablemente, --en Francia-- el viento sopla a favor de los segundos. Hasta el punto de zarandear los pilares de todo el espectro político, incluidos los de la izquierda radical.
Los debates que agitan a La France Insoumise (LFI, izquierda populista) son ilustrativos a ese respecto. Manteniendo un difícil equilibrio entre convicciones y los miedos de su electorado, Jean-Luc Mélenchon ha desautorizado sucesivamente a Clémentine Autain (su ala izquierda comunitaria) y Djordje Kuzmanovic (su ala pro-rusa). A la primera, le ha reprochado su “ingenuidad”, después de que ésta apoyara un manifiesto a favor de la acogida incondicional a los inmigrantes del Aquarius, lanzado por Politis y Médiapart --cabeceras de la izquierda multiculturalista--. Al segundo, le ha acusado de ir demasiado lejos en su denuncia del “buenismo de izquierdas”. En línea con el movimiento Aufstehen (En pie) surgido de la izquierda radical alemana, este dirigente de los Insumisos, Kuzmanovic, estima en efecto que este buenismo “impide reflexionar en términos concretos sobre la manera de ralentizar o detener los flujos migratorios”. Escuchándolo, “más que repetir cándidamente que ‘hay que acoger a todo el mundo’, habría que contestar las políticas ultraliberales". Kuzmanovic precisa que su posición no es original, sino que retoma una vieja cantinela marxista. Lo cual es cierto. De paso, también sintoniza con la actual posición rusa y con su Internacional populista, capaz de unir la extrema derecha y la extrema izquierda en un mismo populismo anti-europeo y anti-inmigrantes.
Una parte de la izquierda radical está claramente tentada a acercarse o regresar a este discurso. Su diagnóstico es que ningún otro discurso podría prender en un electorado popular arrullado por las sirenas de la “gran sustitución” --el temor, azuzado desde la extrema derecha, a que el aumento de la inmigración suponga el reemplazo demográfico de las poblaciones autóctonas por poblaciones inmigradas--, vivido como la amenaza de un gran desclasamiento, una notable precarización de su posición social.
No hay más que echar un vistazo a las elecciones en Europa para encontrar motivos de preocupación. El apetito y las audiencias para el autoritarismo y la xenofobia aumentan en todas partes. No tiene nada de sorprendente en nuestro contexto: una economía al ralentí, una movilidad social nula, años de terrorismo, de atentados, y ahora la crisis de la inmigración. Mantener un discurso ingenuo sobre la inmigración sería simplemente suicida, sobre todo viniendo de un campo --el de la izquierda multiculturalista-- del que se sospecha, a veces con razón, que ha favorecido el clientelismo comunitario incluso cuando ello ha supuesto una gran complacencia ante el riesgo integrista. Impaciente por hacer caer sobre el conjunto de la izquierda el retorno del boomerang, la derecha dura se apresura a acusarnos --a los progresistas-- hasta de ser sensibles al sufrimiento de las víctimas que tapizan el fondo del Mar Mediterráneo.
Es entre estos dos excesos, el de la ceguera y el del odio, habrá que reconstruir un discurso sobre la inmigración humanista y realista. Hay que defender que la inmigración es una oportunidad, tanto para el que emigra como para el país que lo acoge; pero también que supone un desafío: un desafío en términos de integración y de cohesión. Es verdad que Europa no puede abrir sus fronteras sin más, pero también lo es que no puede cerrar los ojos, ni sus puertas, a aquellos que llegan, poniendo en riesgo sus vidas, para escapar de la guerra y de la tiranía. La Unión Europea podría aportar su pabellón de estrellas --qué gran símbolo sería-- el Aquarius. Este barco fletado por SOS Méditerranée salva vidas y salvaguarda nuestro honor. Ya sean kurdos de Siria o eritreos, los que están dispuestos a irse seguirán lanzándose al agua mientras la guerra y la miseria los empujen a ello. Similarmente, la xenofobia seguirá creciendo en nuestras tierras mientras no se encuentre un discurso audible con el que explicar lo que está ocurriendo en nuestras costas.
Lo que está pasando en Italia es un ensayo para toda Europa. Y presagia lo peor. Venido a Francia para el lanzamiento de su libro “Pirañas”, Roberto Saviano nos avisa. El nuevo ministro italiano del Interior, Matteo Salvini, procedente de la nacionalista Liga Norte, sólo tiene dos obsesiones: retirar a Saviano la protección policial (es decir, ponerlo en riesgo), y cerrar las fronteras. Puro humo, todo lo más una llamarada... perfectamente ilusoria. Mientras tanto, los migrantes siguen naufragando y siguen llegando. La mafia continúa explotándolos. Un día, los italianos perderán la paciencia; y ese día el autoritarismo xenófobo ocupará todos los ministerios. Antes de extenderse al resto de Europa: una Europa étnica, no la utopía de la Federación Europea ni la Europa de las Nacionales, sino la Europa de los egoístas. La crisis de inmigración no hará más que agravarse; la respuesta será un repliegue aún mayor, de cada uno sobre sí mismo. Pero además de haber fracasado en la integración de nuevos ciudadanos, en el camino habremos perdido nuestras conquistas, y con ellas, todas nuestras libertades.
[Artículo traducido por Juan Antonio Cordero Fuertes, publicado en Marianne.net y reproducido en Crónica Global con autorización]