A raíz del desafío secesionista planteado por el nacionalismo catalán, el federalismo se ha convertido, al menos en apariencia, en una suerte de lugar común entre los referentes tradicionales de la izquierda institucional, la que no se considera a sí misma nacionalista -lo cual incluye a los partidos socialistas, PSOE y PSC, y a las formaciones de tradición más o menos comunista, afines, cercanas o federadas a la coalición Izquierda Unida-.
Desde luego, esta querencia por el federalismo no es sobrevenida: el término, aunque jamás concretado, forma parte del imaginario histórico de la izquierda española. Pero nunca antes el Partit dels Socialistes de Catalunya se había presentado a unas elecciones autonómicas con un lema tan lacónico como explícito al respecto ("Federalisme", en 2012), y nunca hasta ahora el PSOE había propuesto solemnemente una "reforma federal" de la actual Constitución como la que acordó en Granada. Una propuesta de reforma que ICV-EUiA, referente catalán de Izquierda Unida, ha descalificado aduciendo, por un lado, que "no es federalismo", y, por otro, que se trata de un "federalismo uniformizador" porque no contempla la separación unilateral de una parte. Nunca, desde la restauración de la democracia española, se había invocado el federalismo con tanto fervor en el debate público. Nunca antes, tampoco, había resultado tan visible el nivel de confusión, improvisación y frivolidad de la clase política en torno a este concepto.
Ante tanta profusión de federalismos y de federalistas, con proyectos y propuestas tan dispares para España, resulta llamativa la escasa atención que se presta a los federalismos realmente existentes. Cuando se alude a algún referente internacional, suele tratarse de Alemania, convertida al federalismo tras la Segunda Guerra Mundial, y bajo la tutela de los aliados; y Canadá, nacido de la reunión de las colonias inglesas y francesas de Norteamérica en un único dominio bajo la autoridad de la Corona británica, a finales del siglo XIX. Con frecuencia se omite, sin embargo, la experiencia federal de los Estados Unidos de América, que antecede a ambos y da lugar al primer y más longevo Estado federal del mundo.
"De muchos, uno": el imperativo del federalismo cívico-democrático
La fundación en 1776 de Estados Unidos, bajo la divisa E pluribus unum ("De muchos, uno"), constituye el punto de partida del federalismo moderno. Los Estados Unidos surgieron inicialmente como una confederación de Estados independientes -las antiguas trece colonias británicas de la costa este-, ligados por vínculos e instituciones "perpetuas" pero débiles. Así lo establecían los "Artículos de Confederación y Unión Perpetua" (Articles of Confederation and Perpetual Union, primera norma suprema de que se dotaron los delegados de los trece Estados) de 1781, según los cuales los Estados retenían para sí toda la capacidad ejecutiva y atribuciones clásicas de soberanía como la potestad de imponer tasas, recaudar impuestos o hacer justicia. En la práctica, todas estas restricciones confederales dificultaban la acción común y el desarrollo de una defensa y una acción exterior coherente, como quedaría de manifiesto en los años posteriores.
Aunque la estructura inicial de la Unión no era federal, su ambición sí lo era: la de 'federar', en su sentido más propio, a las trece colonias de la costa este; la de convertir a sus distintas poblaciones colonas, provenientes a su vez de distintos países europeos, en una sola comunidad política, en la que las diferencias geográficas, lingüísticas, religiosas o de origen nacional no impidieran decidir juntos. En 1787, constatadas las dificultades del confederalismo para avanzar en esta dirección, la Gran Convención de Filadelfia debatió y aprobó una nueva Constitución federal, que todavía hoy sigue vigente y que abre su preámbulo afirmando el nuevo sujeto político: We, the people of the United States ("Nosotros, el pueblo de los Estados Unidos").
Con el paso del tiempo, ese "nosotros", originalmente restringido a los colonos, se ha ido expandiendo lenta y progresivamente a los sectores olvidados de la población: indígenas americanos, mujeres, afroamericanos. No fue hasta 2008 que el nombramiento de una mujer y de un afroamericano a la Presidencia del país resultó una hipótesis plausible. Entre tanto, el federalismo americano se ha ido consolidando en un equilibrio dinámico y complejo, no exento de fuertes tensiones y graves enfrentamientos, en ocasiones ligados al avance del movimiento de derechos civiles.
Entre los más relevantes históricamente, que ilustran la utilidad de un nivel federal de decisión para la protección de "minorías" localmente discriminadas, no han faltado ni la secesión armada (la guerra civil norteamericana, provocada por la rebelión en 1861 de los Estados esclavistas tras la elección del abolicionista Lincoln como presidente), ni la insubordinación estatal a una sentencia federal (en 1957, el Gobierno federal tuvo que recurrir al Ejército en Little Rock para hacer cumplir Brown v. Board of Education, que ordenaba el fin de la segregación racial escolar, contra la pretensión del Gobierno estatal de Arkansas de mantenerla), ni, tampoco, las amenazas de secesión por razones fiscales (la más reciente, del Estado de Tejas en 2012).
Unión indestructible de Estados indestructibles
La larga trayectoria del federalismo estadounidense lo ha dotado de una gran flexibilidad a la hora de regular eficazmente el tipo de relaciones que en una federación mantiene una parte con el todo. En la sentencia Texas v. White (1869), que abordaba el estatus legal de un Estado, Tejas, escindido unilateralmente del resto de la Unión, la Corte Suprema describía el proyecto federal estadounidense como una "Unión indestructible compuesta de Estados indestructibles". Un poco más adelante, definía la jurisprudencia constitucional vigente sobre la secesión unilateral de un territorio parte de la Unión: "La unión entre Tejas y los demás Estados es completa y tan perpetua e indisoluble como la de los Estados originales [los trece firmantes de la Confederación]. No hay lugar para la reconsideración o la revocación si no es mediante una revolución o con el acuerdo de los Estados". Y seguía valorando la declaración unilateral de secesión de Tejas (1861) en términos que no dejan lugar a dudas: "De acuerdo con la Constitución, la ordenanza de secesión adoptada por la convención [de Tejas] y ratificada por la mayoría de los ciudadanos de Tejas, así como todos los actos legislativos orientados a hacer efectiva esa ordenanza, son completamente nulos. Carecen de eficacia jurídica. Las obligaciones del Estado, en tanto que miembro de la Unión; y de los ciudadanos del Estado, en tanto que ciudadanos de los Estados Unidos, permanecen íntegras e inalteradas...".
Más allá de sus circunstancias históricas, esta sentencia y la jurisprudencia en la que se inscribe resultan de interés porque ofrecen un modelo práctico y coherente del Estado federal, que ha demostrado sobre el terreno su capacidad para combinar satisfactoriamente, incluso en presencia del desafío más extremo -la secesión unilateral y armada-, los principios de unidad y diversidad, de democracia e imperio de la ley, de permanencia y flexibilidad. Es de destacar que esta secesión vino en su momento respaldada, tal y como recuerda la sentencia, por una votación popular, pero sólo en el territorio escindido, y bajo un gobierno estatal fuera de la ley constitucional. Lejos de hacer de la secesión un ejercicio democrático, esta circunstancia la convierte en un atropello de los derechos democráticos del resto de la Unión (lo que la sentencia denomina "el acuerdo de los Estados"), que ningún "autogobierno" de parte puede legitimar porque afecta al vínculo federal mismo, es decir, a todos. En efecto, que sólo algunos voten y pretendan decidir sobre los derechos políticos de los demás equivaldría a aceptar, por ejemplo, que los blancos decidieran votar, en nombre de un supuesto "autogobierno blanco", si los negros tienen o no derecho a votar con ellos (o viceversa): una votación así constituiría un ataque frontal contra las libertades constitucionales que ningún gobierno federal y democrático dudaría en combatir.
Esta noción de "Unión indestructible de Estados indestructibles" es probablemente el elemento que mejor define la originalidad federal. La necesaria convivencia de instituciones federales y entidades federadas en el seno del mismo cuerpo político diferencia al federalismo de otros modelos políticos, tanto del mero Estado unitario (una Unión política que puede estar formada por regiones con más o menos capacidades -como es el caso de Francia-, pero "destructibles", cuyos poderes están subordinados, en última instancia, al poder central) y la simple confederación o liga de países (una Unión "destructible" desde el momento en que cada país es libre de abandonarla unilateralmente).
La lógica federal
¿Dónde reside la razón de la igual "indestructibilidad" de unas y otras, de instituciones federales y entidades federadas? La unión federal (en el sentido de indestructible) de varias comunidades democráticas permite engendrar una democracia más extensa y de mayor calidad. En primer lugar, porque una democracia entre más es una democracia mejor, donde las mejores opciones tienen más oportunidades para ser expresadas y donde las políticas pueden ser mejoradas mediante una deliberación más extensa. Pero además, es una democracia más efectiva, porque la comunidad política es más relevante y tiene, por tanto, más medios para hacer respetar las decisiones que se toman en su seno. Durante los debates constitucionales, los federalistas traducían esto en una mayor capacidad de interlocución frente a las potencias extranjeras. En plena globalización, se trata también -y cada vez más- de contar con tamaño suficiente para defender la voluntad democrática (y sus derivaciones: derechos sociales de los trabajadores, libertades de los consumidores, estándares medioambientales, políticas redistributivas) ante los poderes globales, económicos y corporativos. Pero ambas ventajas -calidad y eficacia- están sujetas a la irreversibilidad de la federación. Esta es la condición para la existencia de una democracia en sentido propio, en la que la participación de todos en la construcción de la voluntad democrática sea inseparable del compromiso de respetarla una vez ha tomado forma, sin desentenderse cuando no coincide con las preferencias propias. No hay democracia posible cuando el que queda en minoría se siente legitimado para levantarse de la mesa y "decidir" por su cuenta lo que estime oportuno.
Desde una perspectiva federal, las entidades federadas deben ser igualmente preservadas. No porque encarnen, como se razona en ocasiones en España, una "identidad colectiva" ligada a un territorio, una cultura, una lengua, una historia o unos "paisajes modelados", por emplear la retórica preambular del Estatuto de Autonomía catalán de 2005; sino porque su presencia constituye un contrapeso democrático básico en una estructura federal. Lo que da sentido a la existencia política de una entidad federada es su utilidad, dentro del conjunto federal, para preservar y expandir las libertades y la pluralidad de los ciudadanos a los que agrupa. Protegiéndolos, en particular, de la amenaza que supone la concentración del poder en un solo centro.
Se trata, por supuesto, de un argumento recíproco, que legitima a las entidades federadas frente a las federales y a las federales frente a las federadas, porque reposa en el equilibrio entre ambas. La convivencia, en cada rincón del territorio, de varios poderes públicos, igualmente democráticos, igualmente responsables ante los ciudadanos, sin capacidad para expulsarse mutuamente y autónomos (que no independientes) entre sí, es la garantía federal de los derechos y libertades de cada ciudadano. No hay, por tanto, lugar para "Estados residuales" en esta lógica federal; ésta no es una cartografía de las diferencias ni un reparto de esferas de influencia exclusiva, sino un mecanismo para la dispersión del poder en distintos niveles que protejan la diversidad social y las libertades públicas, en el interior del conjunto federal y en cada una de las entidades federadas.