Cherchez la femme. Conocida expresión francesa, según la cual, para encontrar la explicación de determinadas cosas, hay que buscar a una mujer. Se podría debatir largo y tendido sobre el sentido feminista o machista de este término, que algunos aplican tanto al desembarco de Manuel Valls en la política catalana como al de Celestino Corbacho en Ciudadanos. Las circunstancias personales del primero son invocadas para explicar su pasado --marcha de Francia-- y su futuro –supuesto abandono de su nuevo cargo como concejal--, mientras que en el caso del exdirigente del PSC, siempre se ha apuntado a su esposa como la verdadera entusiasta del proyecto de Cs.

Corbacho ha decidido mantenerse fiel a la formación naranja, no así Valls quien, en efecto, ha roto con el partido de Albert Rivera --¿dos gallos en Cs?--, pero asegura que ha venido para quedarse. El tiempo dirá si lo hace solo o en compañía de otros. Parece que el ex primer ministro francés quiere dar una segunda oportunidad a ese proyecto transversal, alejado de bloques y nacionalismos, que, en el caso de Barcelona, no obtuvo los resultados esperados, pero impidió que una de las capitales del mundo más cosmopolitas, avanzadas y modernas, cayera en manos del reduccionismo independentista. ¿Una segunda oportunidad junto a PSC y otras formaciones catalanistas? Por qué no. Si Rivera no hubiera querido monopolizar la operación Valls, y encima de esa forma tan precipitada y poco dialogada, otro “gallo” hubiera cantado.

Valls se queda. E inmediatamente se ha abierto el debate sobre si es un buen o mal catalanista, ignorando los más críticos que si Valls triunfa será gracias a otros factores que no tienen nada que vez con ese empeño nacionalista de etiquetarlo todo.

Determinados tertulianos, gurús políticos, analistas y pseudointelectuales al servicio del soberanismo oficial harían bien en bajar al barro de vez en cuando para darse un baño de realidad y comprobar hasta qué punto esos debates academicistas generan hartazgo en la ciudadanía. Son precisamente los impulsores de ese pensamiento único --léase “o eres soberanista o eres fascista”--, quienes deberían saber que el cansino procés ha demostrado que el nombre no hace la cosa. Que en su enésima catarsis, los herederos de CDC no saben todavía qué quieren ser de mayores. Saben que quieren mandar, como cualquier otro partido político, pero desconocen si el futuro pasa por mantener la unilateralidad que predican Carles Puigdemont o Quim Torra --ese Ho tornarem a fer que Òmnium ha colocado en las carreteras de acceso a Barcelona-- o volver a un nacionalismo moderado, una vez visto que a ERC le está yendo bastante bien electoralmente con ese giro pragmático.

Como digo, si Manuel Valls prospera en la política española, no será por demostrar si es o no un buen catalanista. Como tampoco su fracaso vendrá de las críticas a esos 20.000 euros que, según un diario hipersubvencionado por la Generalitat, asegura que cobra al mes. Porque, bajo esa óptica, Puigdemont y su ficticio Consejo de la República, pagados por empresarios fieles a la causa --lo de pasar el cepillo entre la ciudadanía ha sido un fracaso--, habrían desaparecido hace tiempo del mapa político catalán (y europeo).

Si Valls, solo o acompañado, se lleva un trozo del pastel catalanista --recordemos que Ciudadanos, hace unos años, aspiró a ese mismo objetivo en uno de sus múltiples giros ideológicos-- será fruto de la fatiga que producen los discursos monolíticos que exacerban la cuestión identitaria. Ciudadanos ha abusado de ellos sin rendimiento electoral, de ahí que las disidencias se estén abriendo paso en un partido que, durante 13 años, era monolítico.

Junts per Catalunya, PDeCAT, la Crida o lo que sea ahora esa neoconvergencia --insisto, el nombre no hace la cosa-- también se ha extralimitado con consecuencias judiciales que todos conocemos. Las mismas que sufre ERC aunque, en su caso, existe una base ideológica de izquierdas que le ha permitido salir a flote. Lo hemos visto en las elecciones municipales, pues ha crecido de forma exponencial. Ganó incluso en Barcelona, pero con un mal candidato, Ernest Maragall, cuyo discurso procesista ha sido, en algunos momentos, más radical que el del propio Puigdemont.