En vez de mirar al oeste y tomar nota de cómo el Gobierno progresista del país vecino ha conseguido en Portugal poner a caminar la economía gracias, de forma principal, a mantener una disciplina fiscal incontestable, el Ejecutivo español ha optado por aplicarse el cuento de la lechera.

La última semana presentó a la banca las bases del impuesto que desea aplicarles para mejorar la recaudación del Estado y, en consecuencia, disponer de más recursos para sus políticas sociales. El populismo que encierra tal decisión aflora si se conoce cuál es la situación real de la banca en España y cómo funcionan desde hace unos años sus obligaciones de capital y de gestión.

Es igual, tanto la vicepresidenta Nadia Calviño como el presidente Pedro Sánchez han comenzado a pasearse por mítines y actos de partido para cantar las bondades de su cuento de la lechera. Poco parece importarles que con su actuación puedan acabar fragmentando las tinajas en las que transportar la leche. Eso pasará, si sucede, después de las elecciones y ya vendrá otro gobierno u otros gobernantes a resolver el asunto.

A los europeos el BCE acaba de subirnos en cincuenta puntos básicos los tipos de interés. Tras años de tener el dinero a un precio cero, ahora es el 0,5%. Se justifica en intentar detener las tensiones de inflación que se otean en el medio plazo. Y ahí el banco central que gobierna nuestro destino más que los gobiernos locales ha decidido iniciar una subida progresiva que frene el alza descontrolada de los precios que tiene por origen el conflicto bélico de Ucrania y el consiguiente encarecimiento de materias primas y energía.

En condiciones de normalidad, los bancos son más eficientes cuando el precio del dinero es más alto. Las oportunidades de pagar poco por el ahorro y cobrar mucho por los créditos a los clientes hacen que su margen financiero mejore. En los últimos años, la banca vive de las comisiones por prestación de servicios y de los recursos fuera de balance, en especial los fondos de inversión. Es posible que la decisión del BCE permita un regreso paulatino al negocio clásico de prestar caro y retribuir barato.

Eso sería así también en el caso español, salvo por una circunstancia. El Gobierno quiere aplicar un tarifazo fiscal a la banca. Todavía se desconoce cómo se articulará ese impuesto, y es posible que dentro del propio Gobierno apenas hayan empezado a dibujar la normativa legal que lo hará posible. Lo más importante, en cualquier caso, es la construcción del relato ante la ciudadanía. Esos señores de puro y bombín, como los dibujaba Chumy Chúmez, están obligados a contribuir con beneficios sobrantes a corregir los desmanes de la economía española, una gran parte de los cuales nace de la mala, pésima o inexistente gestión pública.

José Ignacio Goirigolzarri, Goiri, preside la mayor entidad bancaria en España. Fue uno de los banqueros convocados por Calviño para explicarle cómo sería el impuesto. Tras esa reunión, ni él ni ninguno de los asistentes tienen conciencia cierta de qué persigue el Gobierno con esa actuación ni qué consecuencias colaterales tendrá.

Hay algunas que sí se atisban. Por ejemplo, el Estado, es decir todos, somos accionistas de Caixabank, con el 16,1% del capital. Es la proporción que se arrastra de participación pública tras la fusión con Bankia. Por lo tanto, las arcas públicas ingresan los dividendos del banco con sede en Valencia, que además había anunciado unos ingresos extraordinarios para sus accionistas en forma de reducción de capital sobrante. Pues puede darse la paradoja de que con el impuestazo se cobre, pero como accionistas se perciba mucho menos de lo previsto por el nefasto efecto en la cuenta de resultados de ese nuevo tributo. ¿A quién se le ocurrió semejante operación?

Mientras todo eso se decide, con el estival agosto de por medio, pocas voces se muestran optimistas para el otoño-invierno. La tendencia a la fatalidad es casi un pecado capital español y a todos les parece más correcto sumarse al pesimismo estructural que dar una voz en contra. La única que he escuchado en ese sentido es la de Goiri. El vasco enjuto y prudente nunca ha sido un valiente macroeconómico, pero desde su posición en la cúspide del banco maneja datos que le hacen ser menos agorero que la mayoría. Ni aumenta la mora de los particulares, ni han dejado de pagarse los créditos ICO de 2020 para ayudar con la pandemia ni hay señales en el corto plazo para prever un hundimiento de las economías. El crecimiento se atenuará, pero será cuestión de décimas. Preocupa, y mucho, la inflación y sus efectos en Centroeuropa, pero en el contexto de que la geopolítica es tan líquida que puede modificar esa situación en cualquier momento.

Como le escuché decir en una ocasión a Isidro Fainé, el mejor banquero español de los últimos años se llama Goirigolzarri. Y el presidente de la Fundación Bancaria y de Criteria no paró hasta tenerlo a su lado. Lo hizo muy bien en BBVA hasta que la relación con el controvertido Francisco González le obligó a una indeseada jubilación; mejoró sus registros como gestor en el reflotamiento de la Bankia de capital público y ha cerrado una fusión que ha sido la más discreta y menos controvertida de todas las que han tenido lugar en el sector financiero español. Y de ese matrimonio ya hace más de un año. Es obvio que, hablando de tipos de interés, Goiri es uno de los más interesantes. Y que sus opiniones menos catastrofistas bien merecen ser tenidas en cuenta.