Un presidente sin apoyos. Ni los propios. Quim Torra evidenció sus propios gustos, su idea de la vida, sus ambiciones y su falta de asunción de la realidad en el acto de la patronal Foment del Treball del pasado jueves. Torra no quería asistir a la cena, en la que se iba a encontrar de nuevo con Pedro Sánchez. Tenía una cita en el calendario, desde hace semanas. Un grupo en las redes sociales había animado el cotarro, comprando entradas para el Petit Palau, en el Palau de la Música, en el que figura el amigo de Carles Puigdemont, el empresario Jordi Matamala. Él era el protagonista, junto con la consejera de Cultura, Laura Borràs.

Torra acudió a la cena, finalmente, pero se fue tras su discurso, sin quedarse a la entrega de los premios Carles Ferrer Salat. Tenía programado un acto con una lectura de fragmentos del libro El Nadal que no vam tornar a casa (A Contra Vent), que recoge la experiencia de las primeras fiestas de Navidad en el exilio, después de la Guerra Civil. Son 28 textos escritos entre diciembre de 1939 y enero de 1949. El libro lo editó el propio Torra, en su editorial. En ese acto, en el Palau de la Música también se mencionó las cartas de los políticos independentistas presos en estos momentos, con una clara voluntad de establecer un paralelismo. Torra cree que no hay libertad en Cataluña, que “el pueblo catalán” sigue oprimido.

Los empresarios no daban crédito. No por abandonar el acto, que también, sino por sus palabras, con las que pidió “desfranquizar” el Estado español. Torra forma parte de un sector de la sociedad catalana que vive en el pasado, que cree de forma firme que Cataluña es otra cosa, que debe tener un estado propio, que hay una manera de hacer catalana, y que con España no hay mucho que hacer. Pertenece a un sector culturalmente sólido, pero anclado en los grandes cafés de los años 20, en el Ateneu Barcelonés, en un momento histórico superado por una sociedad muy distinta, que se mezcló, con intereses y referentes culturales plurales. Torra se ve formando parte de tertulias literarias y políticas, participando del gran movimiento del Noucentisme, todavía hoy el gran referente del nacionalismo catalán. Es Torra. Es su vida. Es su apuesta personal, con su editorial, que ha realizado importantes aportaciones en el campo cultural y político.

Que siga en ese campo. Todo el mundo tiene el derecho de vivir en la época que quiera, con respeto al vecino y cumpliendo la ley. Pero Torra, si quiere ser un activista, si no desea saber qué pasa en el Besòs, uno de los barrios más degradados de Barcelona, entre otros muchos, si quiere editar libros de ilustres catalanistas de principios del siglo XX, debería dejar la presidencia de la Generalitat.

Se lo hacen saber cada día, sin decírselo abiertamente, sus compañeros en el Govern catalán. Y lo evidenciaron los empresarios en el acto de Foment. ¿Por qué no lo asume?

Si Torra está aislado en el Ejecutivo catalán, si no toma decisiones, si se enfada cuando no le comunican que habrá un escrito de expresidentes para pedir que los políticos presos dejen la huelga de hambre (como ocurrió el pasado jueves), debería dejar la Generalitat. Ya no se trata de una cuestión política. Es una defensa de su propia dignidad. Torra, ciudadano catalán, aceptó un cargo que no le tocaba, que no deseaba, que no puede ejercer. Es el momento, señor Torra.

Se podrá decir que no pasa nada, que si el Govern fija sus prioridades, si mantiene relaciones bilaterales con los ministros del Ejecutivo español, si el diálogo fluye, la pieza de Torra no debería generar un gran debate. Es decir, que podría seguir al frente de la Generalitat. Pero eso sería un grave error. Lo que está en juego en Cataluña ya no es un pulso sobre cómo se consigue la independencia y en qué momento. Lo que se dirime es cómo lograr que las instituciones catalanas mantengan su conexión con el ciudadano catalán. Todo lo logrado hasta ahora está en peligro. Si el presidente de la Generalitat, el mismo cargo que ocupó Josep Tarradellas --tras la decisión del Gobierno de este viernes será el nuevo nombre del aeropuerto de Barcelona--, Jordi Pujol, Pasqual Maragall, José Montilla o Artur Mas, no ejerce como tal, si desprecia una y otra vez a la mitad de la sociedad catalana, la institución se irá degradando sin remedio.

Y eso sí debería preocupar y mucho a los políticos independentistas catalanes. Son las instituciones catalanas, ahora sí, las que sufren el distanciamiento de Torra con la realidad.