La vacuna contra el Covid que produce y comercializa AstraZeneca no consigue salir del ojo del huracán, hasta el punto de que el 56% de los españoles considera que es un medicamento inseguro. La respuesta del Gobierno, que niega a un ciudadano la posibilidad de rechazarlo y optar por otro, no es coherente con su propia actitud, tras haber cuestionado tanto su eficacia como la posibilidad de provocar efectos secundarios.

No es que el Gobierno no esté obligado a tomar precauciones, sino que una vez disipadas las dudas debe explicarse. De lo contrario, parece que esté más pendiente de las autonomías díscolas --Madrid y Cataluña--, que desde el primer día han exigido la aplicación de la vacuna desarrollada por la Universidad de Oxford (aunque es cierto que enmudecieron cuando media Europa suspendió su administración) con la intención indisimulada de hacer oposición.

Al margen de esta politiquería de salón, se han producido una serie de acontecimientos que bien merecen un posicionamiento claro del Gobierno para generar una mínima seguridad en la gente. La Comisión Europea firmó un contrato con la multinacional sueco-británica, probablemente precipitado, para asegurar el suministro a los habitantes de los 27 miembros de la Unión. En su deseo de garantizar las existencias aceptó unas cláusulas que ha declarado secretas, seguramente por vergonzosas.

El laboratorio ya había suscrito un compromiso previo con Londres. Y para asegurarse los dos macrocontratos pudo exagerar su capacidad de producción. Es una práctica común en la industria farmacéutica: que se lo pregunten si no a los gobiernos andaluces, que encontraron en las subastas de genéricos el método idóneo para abaratar la factura de la Seguridad Social. Con el inconveniente de que los laboratorios que ganaban las contratas a precio eran incapaces de producir suficiente y daban lugar a continuos desabastecimientos de las farmacias.

En paralelo al descubrimiento de la opacidad de los tratos con AstraZeneca se supo que las pruebas clínicas con ancianos no eran suficientes, lo que levantó las suspicacias de algunos países donde se detuvo su inoculación a los mayores. Después, la coincidencia de la aparición de trombos entre sus receptores llamó la atención internacional: otro motivo para suspender su administración. En este punto resulta extraño que la proporción de ese tipo de accidentes vasculares entre los vacunados con AstraZeneca sea menor que entre la población en su conjunto y que, sin embargo, se dispararan las alarmas. La Agencia Europea del Medicamento (EMA) ha estudiado el asunto y no descarta que pueda haber una relación entre ambos hechos, pero entiende que en cualquier caso las ventajas del medicamento superan a los riesgos.

Finalmente, la prueba que podría sacar de dudas al mundo entero hecha en 32.000 personas de EEUU, Chile y Perú ha confirmado los buenos resultados del antídoto, pero omite cualquier referencia a eventuales efectos secundarios. Y la autoridad sanitaria norteamericana le ha afeado públicamente la antigüedad y la parcialidad de los datos de su estudio, un fallo que AstraZeneca se ha comprometido a resolver de inmediato.

Como se ve, la historia de esta vacuna, para cuya investigación y desarrollo Bruselas entregó 336 millones de euros, es compleja y desdichada. Tanto, que desde el primer momento han surgido los rumores de una guerra comercial que tiene de fondo el Brexit y el hecho de que el precio de sus dosis --entre 1,78€ y 2,90€, según cómo se calcule-- es muy inferior a los casi 15€ de la de Moderna o los 12€ de la de Pfizer.

La tesis conspiranoica que se extiende por toda España viene a decir que los Gobiernos que han puesto en cuarentena la vacuna de Oxford están al servicio de las grandes firmas (norteamericanas la mayoría) que cobran más por unas dosis que además son más difíciles y costosas de administrar.

Las explicaciones que ha ofrecido Bruselas no son muy satisfactorias. Así que el Gobierno español debería intentarlo.