Escándalo. Un horror. Los partidos populistas han conseguido entrar en las instituciones. Los electores optan por siglas que les garantizan cambios inmediatos, o que, por lo menos, critican con tanto descaro a las elites políticas y económicas que invitan a introducir el voto en las urnas como si se tratara de una patada en el trasero. Ocurre en los países nórdicos, que tanto se admiran desde Cataluña. Pasa en Alemania y en Francia, y en Italia, y en Grecia. Y en el Reino Unido, donde nadie nunca se ha definido como demócrata, como sí ocurre en España, porque, sencillamente, esa condición forma parte del ropaje de un ciudadano británico común. Y ha ocurrido en Andalucía con Vox, y en Cataluña con los partidos independentistas. Es un fenómeno en los países occidentales, que se puede explicar, que no tiene razones oscuras.

Existe una cuestión que apasiona a los expertos, pero que debería provocar una seria reacción de esos mismos dirigentes políticos y económicos. El principal problema es que se defiende con grandes proclamas la democracia liberal sin que ésta se haga efectiva, sin aplicar políticas concretas que solucionen, con reformas, con leyes, con presupuestos, y de forma progresiva, las carencias estructurales y coyunturales de una parte cada vez más amplia de la sociedad.

El periodista Esteban Hernández lo ha explicado en un libro eficaz y rotundo, titulado El tiempo pervertido, derecha e izquierda en el siglo XXI. Sostiene Hernández que no estamos ante un problema de falta de propuestas o ante un mal debate sobre ideas. La cuestión no es el qué, sino el quién. Quién, de verdad, se coloca delante y asume lo que se puede y debe hacer. “El problema no es la calidad de las ideas que se aportan al debate público, sino que las élites no quieren remedios, ni buenos ni malos, que no sean aquellos que vayan en la dirección de concederles más poder y recursos”. Es duro, pero, por ahora, Hernández apunta con acierto.

¿Medidas? Los países de la Unión Europea se juegan el futuro. Estados Unidos querría diluir esa fuerza conjunta, y negociar con cada país por separado. Algunos grupos nacionales han caído en esa trampa, como es el caso del Reino Unido. Y la seducción se mantiene en Italia, en Francia y en…Cataluña, donde se cree que se podría caminar solo en el mundo, y que todo iría mucho mejor que en el seno de España, como hasta ahora.

Pero, como Unión Europea, el Banco Central Europeo podría adoptar algunas medidas, con un cambio en los estatutos si se precisara; una presión fiscal menor para las clases medias y bajas por parte de los gobiernos nacionales o una política clara, precisa, directa, para garantizar el acceso a la vivienda, algo que no se puede entender que no suceda. Lo expone Hernández, y otros pensadores y expertos van en la misma línea.

Es el caso de Yascha Mounk, en el libro El pueblo contra la democracia. Después de explicar qué ha sucedido y por qué en diferentes países, y, en concreto, en Estados Unidos, Mounk no desprecia la democracia liberal. Al revés. Lo que ocurre es que no se aplica lo que los apóstoles de esa democracia liberal gritan con tanta fuerza y soberbia. ¿Se protege realmente a las minorías, se respetan los principios de las Constituciones? ¿Se garantizan derechos sociales como el de la vivienda?        

 “El problema no es que los principios de la democracia liberal --o lo que es lo mismo, los de la Constitución estadounidense o la Ley Fundamental alemana-- sean inherentemente defectuosos o hipócritas. Es, más bien, que no se han llevado realmente a la práctica todavía. Y, por consiguiente, la solución no consiste en tirar por la borda las aspiraciones universales de la democracia liberal, y sustituirlas por unos derechos y unos deberes fundados en comunidades étnicas o religiosas particulares, sino en luchar por que aquellas se materialicen por fin”.

Esas élites políticas y económicas, ¿qué harán? ¿Una nueva reunión en Davos para lamentarse de que, ¡oh, sorpresa!, los partidos populistas --de izquierda extrema y ultraderecha-- cada vez tienen más adeptos? Pero, los propios gobiernos nacionales, ¿despertarán y aprovecharán sus propias competencias para afrontar esas cuestiones sociales, o se escandalizarán de la subida de Vox, o del independentismo catalán?