Si en la época digital que vivimos existe un elemento de insolidaridad indiscutible es la fiscalidad mundial. Los ministros de Finanzas del G7, el grupo de siete países más desarrollados del planeta, han alcanzado este último sábado un acuerdo para armonizar de manera progresiva la tributación de las grandes compañías, evitando así una lacerante situación de desequilibrio fiscal entre territorios.
Dos son las actuaciones que se han acordado. Por un lado, la existencia de un impuesto mínimo del 15% a las sociedades, de manera que no haya países que apliquen tipos inferiores. Y, de otra parte, que la tributación se realice también en aquellos estados en los que se obtiene el beneficio y no únicamente en los que radica la sede social de las grandes multinacionales.
Aunque son dos medidas que pudieran parecer de Perogrullo, hasta la fecha el sistema tributario mundial establecía de facto unos territorios que actuaban a modo de paraísos fiscales o de abrigos tributarios. El más próximo a nosotros, Irlanda, se había convertido en el refugio de los grandes gigantes digitales, ya que ese país aplica un tipo impositivo estándar sobre los beneficios de las empresas del 12,5%. Google, Apple o Dell, por ejemplo, decidieron establecer en suelo irlandés su base de operaciones europea. Allí pagan los impuestos, con independencia de si la actividad por la que tributan se ha desarrollado en España (tipo del 25%), Francia (33,33%), Bélgica (25%), Alemania (30-33%) o cualquier otro país del Viejo Continente.
En la era digital, con relaciones mercantiles y comerciales que se realizan a distancia y a la velocidad del rayo, la redistribución justa y solidaria es más necesaria que nunca. Se da la paradoja de que Irlanda es el país de la Unión Europea que en conjunto más recauda por impuesto de sociedades, lo que está muy bien para sus arcas públicas, pero es un auténtico desastre de dumping fiscal para sus vecinos. El acuerdo del G7, que deberán ratificar en una próxima reunión del G20 (que incluye además de los países desarrollados a los emergentes y economías como la rusa o la china), es una de las noticias más positivas para el avance sosegado de la globalización de cuantas han tenido lugar en los últimos años.
Los países que poseen un estado del bienestar consolidado deben financiarlo. La mejor evolución posible de las sociedades pasa porque aquellas que no lo disfrutan acaben instaurándolo. Las llamadas economías emergentes son competidores económicos peligrosos no tanto por su capacidad para producir con más eficiencia y precios más bajos, sino porque nos llevan a importar sus modelos sociales en los que las grandes consecuciones de los estados sociales brillan por su ausencia. Que la tributación sea uniforme en todos los territorios es un elemento de cohesión social y de visión progresista, en el sentido evolutivo del término, más importante que muchos otros que ahora forman parte del imaginario de lo políticamente correcto.
La Unión Europea jamás ha finalizado su construcción no tanto por las discrepancias en políticas exteriores o de seguridad; ni tan siquiera por las lógicas divergencias en materia de políticas públicas. No, la UE tiene pendiente su unificación real en la cuestión fiscal, donde la armonización ha constituido siempre una asignatura pendiente desde mucho antes de la instauración de la moneda única. La competencia entre territorios es saludable, pero en el marco de parámetros de igualdad y justicia tributaria. Eso no es óbice para que exista adaptación a la realidades locales o que unos países sean más competitivos que otros a la hora de administrar los recursos que obtienen de ciudadanos y empresas por la vía de la recaudación de impuestos.
El caso español con matizadas diferencias entre autonomías es un claro ejemplo de apuesta divergente en materia tributaria. En el contexto de la capacidad normativa que poseen las comunidades, Madrid apostó en su día por aplicar tipos impositivos del IRPF inferiores a otros territorios y a ser más laxa con los impuestos de patrimonio, sucesiones y donaciones. Cataluña, en cambio, abogó por llevar al límite su capacidad normativa, convirtiéndose en un territorio caro en lo fiscal.
Cantidad de catalanes han mudado sus domicilios tributarios a la capital española para beneficiarse del menor impacto fiscal. Una buena parte, sobre todo las grandes fortunas que optaron por el traslado, tenían una motivación obvia en el ahorro conseguido. En una segunda fase, y con la política como palanca motivadora, existen quienes hartos de la administración de los recursos públicos en Cataluña han optado por el cambio teniendo más presentes aspectos como la seguridad jurídica o el castigo a sus gobernantes que el egoísmo o la insolidaridad tributaria. Por supuesto, ese asunto no aparece en la hoja de ruta de aquellos que pretenden sentarse a una mesa de diálogo que debiera resolver los problemas reales de la ciudadanía. Para variar, y una vez más en la historia, que los políticos no lo vean o consideren no significa que no exista. El pago de impuestos es para muchos también una forma de votar.