Los españoles recibieron a Juan Carlos como rey de España con los brazos abiertos tras la muerte del dictador porque suponía un cambio de régimen, de la dictadura a la democracia. Y así fue, tal como quedó demostrado durante los gobiernos de Adolfo Suárez, el golpe de Estado de 1981 y el acceso de los socialistas al poder un año después.

Apenas transcurridos siete años desde la muerte del general Franco, el país superaba las dos pruebas de fuego que consolidaron el Estado de derecho: la retirada de los militares del escenario político y la llegada al Gobierno de los perdedores de la guerra civil.

Ese era el currículum de Juan Carlos de Borbón, que fue el motor del cambio que necesitaba España y que los ciudadanos deseaban. Y no defraudó porque lo que precisaba el país era una estabilidad que le permitiera progresar e integrarse en Europa.

Han pasado más de 40 años y parece que el exjefe del Estado ha perdido el olfato que tantos triunfos le dio en la primera mitad de su reinado; no ha sabido atender a quienes le advertían de los peligros de sus excesos y ha puesto en serios apuros a la propia institución monárquica. Ha tenido que quitarse de en medio.

No sé si en los últimos años ha sido más o menos insensato que cuando era joven, pero lo que si está claro es que el contexto era otro muy distinto, el mapa político y mediático del país había cambiado y sus hazañas, como el plástico, no se diluían, sino que se acumulaban. Lo que en los años 80 o 90 se conocía y circulaba por algunos ambientes sin más consecuencias, hoy se ha convertido en un lastre. Incluso para el Gobierno.

No son pocos los partidos dispuestos a demostrar su inconformismo, radicalidad, republicanismo, izquierdismo y todo lo demás a costa de la monarquía. El rey emérito, como su hija y su yerno, se lo han puesto a huevo. Solo hay que echar un vistazo a las redes sociales para ver cómo sin rubor cargos públicos reclaman en estas horas que se le retire el pasaporte y que se le detenga, a pesar de que ni siquiera pesa contra él una imputación. Es la misma gente que cuando acusan a un camarada de cualquier delito recurren, con tanta razón como rapidez, a la presunción de inocencia.

Sea como sea, Juan Carlos I se ha convertido justo en lo contrario de lo que era su deber: una fuente de inestabilidad. Y, en consecuencia, hace bien poniendo tierra por medio. Mientras tanto, los demás podremos contemplar el espectáculo lamentable de esos políticos sin más fuste que el ansia de poltrona y que se comportan como el populacho más rastrero que aplaude, pelota y entusiasta, al poderoso. Pero que cuando cambian las tornas, es capaz de apedrearlo.

El Gobierno, y también los partidos constitucionalistas, debe apoyar a Felipe VI ante la que se avecina. Los republicanos de salón que invaden nuestros púlpitos quieren aprovechar la presunta corrupción de Juan Carlos para acabar con la monarquía, como si la ineptitud o cleptomanía del presidente de una república diera pie al derrocamiento del régimen. Es una falacia semejante a la que cometería quien dedujera que las múltiples acusaciones de corrupción y abuso de poder que pesan sobre el fundador del nuevo nacionalismo catalán, su mujer y cada uno de sus siete hijos, invalidan el catalanismo.