El independentismo vuelve a las andadas. Se tiene tan interiorizado el activismo de la resistencia que se ve como algo natural y obligado determinadas acciones simbólicas, como esos ayunos temporales en solidaridad con la huelga de hambre de los políticos presos de la órbita de la Crida, el movimiento de Carles Puigdemont. No hay todavía ningún gesto de arrepentimiento, ni autocrítica, ni se descarta por completo la vía unilateral. Pero el independentismo sigue sin presentar una estrategia unitaria, como ya denuncia abiertamente la consejera de Presidència, Elsa Artadi, que intenta, de forma racional, trazar algún camino de futuro.

Lo que no hay es liderazgo, alguien capaz de asumir errores y de decir en voz alta algunas verdades a la propia parroquia. Para comenzar, desterrar de una vez ese mensaje que se destila sobre España. Resulta que el país que conmemora estos días 40 años de su Constitución, con la participación de muchos catalanes ilustres, entre ellos Miquel Roca y Jordi Solé Tura, es poco menos que un estado fallido. No hay día que esos supuestos líderes del pueblo catalán destaquen tal o cual caso de la justicia española, amplificado sin descanso por los medios públicos de la Generalitat.

Y en todo ese proceso consistente en deslegitimar la democracia española, aparece la situación de los políticos presos, con la huelga de hambre que ha decidido Jordi Sànchez --un activista que cree en una verdad, en su verdad-- junto a Jordi Turull, Joaquim Forn y Josep Rull. Se trata de una operación que, al margen de las razones objetivas que puedan tener sobre los recursos a los que no da respuesta el Tribunal Constitucional persigue un objetivo político: dejar claro que el independentismo se debería articular en torno a la Crida de Puigdemont y de Jordi Sànchez, y no de Oriol Junqueras y de Esquerra Republicana.

Todos, eso sí, niegan que, tras la sentencia del juicio que se iniciará a mediados de enero, puedan pedir un indulto. Sería tanto como reconocer que cometieron un delito. No lo quieren pedir, porque el independentismo en su conjunto abraza la causa del mártir, tan catalana, y no quiere abordar un responsable y adulto ejercicio del liderazgo político.

Por ello es oportuno recordar que Jordi Pujol sí pidió el indulto. Dos, de hecho, en plena dictadura franquista, aunque se trata de un hecho que prácticamente no se ha publicitado. Lo explicó Jordi Amat, en la enorme biografía sobre Josep Benet. Ese hecho debería rearmar a políticos como Junqueras, si realmente quiere ser un político referente en el futuro.

No se trata de un deshonor, sino de realismo político. Se puede calificar de muchas maneras lo que sucedió en octubre de 2017, pero sin dejar de lado todo lo que se quiso poner en marcha desde el inicio del proceso soberanista en 2012. La deslealtad de los políticos nacionalistas catalanes ha sido total, y el juicio deberá dirimir las responsabilidades de cada uno.

Pujol lo hizo. Fue condenado a una pena de prisión de siete años. Sufrió torturas, y pidió el indulto. La versión oficial la escribió Manuel Cuyàs en la biografía sobre el expresidente. Según Cuyàs, y, por tanto, según Pujol, quedó libre el 22 de noviembre de 1962 por dos “indultos de carácter general”: por la conmemoración de los 25 años de paz, y porque él mismo contribuyó a la redención de pena con “dos o tres donaciones de sangre y una traducción del francés de un libro de sistemas penitenciarios de unas 250 páginas”.

Pero Jordi Amat encontró los documentos. Y en la biografía de Josep Benet, Com una patria, relata que Pujol aprovechó la reducción de pena que se ofrecía para celebrar que hacía 25 años que Franco había sido designado jefe del Estado. La petición provocó un distanciamiento de Pujol con Josep Benet, que no estaba de acuerdo con la medida, porque podía diluir la figura simbólica, dentro del catalanismo, que había conseguido Pujol. La propia esposa de Pujol, Marta Ferrusola, pidió consejo a Benet, y, tras una reunión en su casa, en la calle Calvet de Barcelona, Ferrusola salió con lágrimas en los ojos.

Pujol firmó la petición de indulto el 17 de octubre de 1961, y le fue concedida el 10 de noviembre del mismo año. Más tarde, confinado en Girona tras salir de la prisión de Torrero, en Zaragoza, Pujol pidió un segundo indulto que le fue concedido el 16 de septiembre de 1963. Tras esta nueva petición, pudo volver a Barcelona, volver a su actividad en sus negocios, en Banca Catalana y, principalmente, ejercer el necesario papel de dirigente político, que lo acabaría llevando a la presidencia de la Generalitat.

Ahora, eso queda lejos. Pero es necesario apuntarlo. El independentismo tiene delante suyo un desafío: o mantiene esas acciones de cara a la galería, o mira a los ojos de todos los catalanes y se dispone a hacer política de verdad, sin engañar más a nadie, ni a los suyos propios. Y eso pasa por pedir indultos, pronunciar unas cuantas verdades y asumir responsabilidades. Llegará.