Que nadie se engañe desde Madrid o desde cualquier otro punto de España. Esa propensión (un deseo, sobre todo) de dar por finiquitado el pleito catalán es equivocada. Decir que los independentistas han fracasado es, sencillamente, erróneo. Los separatistas catalanes han conseguido mucho más de lo que es tangible durante la década larga en la que se dedicaron a ensalzar las virtudes de la secesión a la par que le planteaban un pulso al Estado, que no estuvo lejos de provocar males mayores.

No, no están ni finiquitados ni arrepentidos. Durmientes, aletargados, en tregua activa, reconstruyendo y adaptando su discurso viven todos ellos. Bastará con que pase un tiempo prudencial, gobierne una formación conservadora en España y todo volverá a resurgir cual ave fénix.

El relato que han conseguido armar en los años de proceso soberanista es el mayor triunfo. Hoy pueden atribuir a un Estado represor y carente de libertades las condenas a la que fuera presidenta del Parlament, Laura Borràs, la protomártir que chorizaba con métodos infantiles el dinero público a favor del amigo que acabó delatando sus prácticas. Pueden pedir muertos y hacerse un paseíllo simbólico por la capital catalana, como Clara Ponsatí, mientras los suyos jalean una inexistente valentía. La diferencia entre la detención de Rodrigo Rato en 2015 y la de esta pseudolideresa independentista la última semana da el tono perfecto de las diferencias entre Madrid y Barcelona.

La ley se ha modificado en el Congreso y las barbaridades cometidas por estos héroes de la causa independentista son apenas carne de amonestación. No, ni está resuelto el pleito ni tampoco existe voluntad de casi nadie para lograrlo. A lo sumo, los socialistas mejor intencionados se conforman con una pacificación temporal a la que llaman diálogo. Pero ni el independentismo quiere otra cosa que salirse, tarde o temprano, con la suya, ni el constitucionalismo se afana en defender sus postulados y hacer Cataluña un poco más española de lo que el pujolismo descafeinó. El tema aburre a quienes defienden y estimula, todavía mucho, a los que son sus agitadores.

Entre tanto, la cuestión lingüística se ladea y la discriminación oficial del castellano es un hecho. El independentismo no ha perdido ni un ápice de poder y controla los resortes y los recursos de una Generalitat que, por más desprestigiada que quedara tras los años del hervor, sigue en manos nacionalistas. Nadie gobierna ni con la eficacia y eficiencia de otros tiempos, ni con la vocación de dejarse de monsergas sobre el autogobierno y dedicarse a las personas, a la ciudadanía que sigue acumulando carencias y retrocesos.

La sanidad catalana es peor que la madrileña, tan criticada por las izquierdas populistas; en Cataluña nos quedamos sin agua y como no pongan a todos los monjes de Montserrat a producir alguna especie de rogativa entre espiritual y política, habrán restricciones; pero los mismos gobernantes de ERC que están al frente de la Administración autonómica saben que los zapatos les vienen grandes y que si a sus hermanos mayores de Junts les salen bien los resultados de las elecciones municipales tienen menos futuro como gobernantes que el Barça en la Champions.

El despropósito populista e identitario sigue siendo mayúsculo por más que el sosiego del teatro socialista con la mesa de diálogo y la invitación a bailar a ERC permitan ganar tiempo. No, los republicanos no son los sustitutos de los antiguos convergentes. Viven el poder con un infantilismo que les hace emerger siempre como un partido político inmaduro. De raíz sectaria, la casa de Heribert Barrera, Josep Lluís Carod Rovira y el beato Oriol Junqueras jamás será la gestoría de los asuntos catalanes en la capital de España. Hubo un atisbo pequeño durante el liderazgo de Joan Puigcercós, pero fue un espejismo. Por eso Josep Sánchez Llibre, desde Foment del Treball, ha decidido poner una pica directa en Madrid. Si los vehículos políticos de influencia son inútiles, el empresariado no puede seguir sin tener interlocuciones ante los legisladores, los reguladores o el portero de la CNMC. Y ahí sale el presidente de la patronal a dar servicio a los suyos, aunque ese movimiento acabe costándole un enfado mayúsculo de la CEOE, que no entiende del todo esa cuestión de los lobis que son autovías con muchos carriles paralelos. Celos y desconfianza, una mezcla tan comprensible como nociva para las relaciones fluidas.

Y sí, Carles Puigdemont regresará antes de que acabe el año de su fuga a Bruselas, el exilio político que lo denominan para dar carta de naturaleza a su relato. Lo hará en el momento en el que pueda ser más útil políticamente, cuando calibre que supondrá más erosión para ERC. El numerito, como el de Ponsatí hace unos días, es la última bala que posee Junts para recomponer su formación política y recuperar el poder perdido si el 28 de mayo próximo se vienen abajo. Sí, porque al final eso es lo más sustantivo que ha pasado en estos años de proceso: que del partido de Artur Mas gobernando hemos pasado a la ERC beatífica, ineficiente y despistada. Eso sí, independentistas todos.