Ella no sabe dar las gracias, ni pedir perdón por haber hecho lo que dice que no ha hecho. Es Doña Urraca, no la princesa de León que se enfrentó al rey Sancho, sino la dama de negro con paraguas, coetánea de Don Berrineche y Doña Tula, personajes de Pulgarcito, un tebeo descarado de los años duros.
Clara Ponsatí les pide a los suyos que luchen por la independencia hasta la muerte. Luce entre los héroes recién condecorada, con la ventaja de que no irá a la cárcel porque Sánchez y Aragonès han reformado el Código Penal, acabando con el delito de sedición. En pleno canutazo de prensa se pone chula con el mosso d’esquadra que le propone dar un paseo hasta la Ciudad de la Justicia, donde la espera el juez para tomarle declaración y soltarla. Practica la misma diáfora que exhibió la noche de 2017 –mora que en su pecho mora—, pero sin arriar la bandera española del Palau de la Generalitat, por si acaso viene la milicia.
Es una Agustina de Aragón sin fuste, una Juana de Arco sin arcabuz; la Semíramis del Sur, que duerme lejos de Palacio, en las habitaciones muelles de Bruselas. Ella internacionaliza, junto a Puigdemont, la causa cantonal que nos ocupa desde hace una década. Cuando habla en el Parlamento Europeo, es admirada por los mastuerzos de Flandes o los extremistas antieuropeos de Mateo Salvini, príncipe negro de la Lombardía sedicente. Su movilización violenta la emparenta con los ultras afines a los asaltantes del Capitolio en Washington y de los bolsonaristas que estos días se pasean por España. La coloca muy cerca del evangelismo herético de la señora Yadira Maestre, sanadora de la homosexualidad con rezos y medicinas, a mayor gloria de un PP desnortado, en busca del voto latino.
Exponente del actual catalanismo conservador, Ponsatí vive pertrechada detrás de un currículo académico envidiable, como economista, profesora en la Autónoma, profesora visitante en Toronto, San Diego o Georgetown y catedrática en Saint Andrews (Escocia); es una minesota en el séquito de Andreu Mas-Colell, junto a los que un día aparcaron la ciencia para dedicarse al nacionalismo. Incita a morir por la patria desde el falso iusnaturalismo de la autodeterminación, como si Cataluña estuviese inmersa en el proceso poscolonial del Alto Volta.
El Gobierno y el Govern le han evitado años de cárcel; pero ella, conciencia de rumiante, come verde y regurgita bilis en contra de ERC, el poder catalán que por fin camina desde el disenso al consenso. Ponsatí pertenece a Junts, fue consejera de la Generalitat y es eurodiputada. Su apellido tiene un pie en la endogamia política y cultural: es nieta del pintor Obiols i Palau y sobrina de Raimon Obiols, piedra angular del PSC, contrincante político y voz que clama en el desierto contra el empuje mesiánico de la dissortada pàtria.
Los Ponsatí pertenecen a un árbol genealógico denso. Mientras ha durado la ausencia de Clara, después de su fuga a Waterloo y Glasgow, su madre, Montserrat Obiols, ha reunido periódicamente a los hermanos de la exconsejera en la casa familiar del barrio de Sarrià. La sombra de las secuoyas azuza el recuerdo de un país vencido. Un asunto inefable, pero inútil, cruce de tristeza y cirio quemado, la dupla que conduce inevitablemente a un dolor que hoy es del todo innecesario en un país plenamente democrático.
Pujolista de pies a cabeza, soberanista de último grito, la señora Ponsatí busca la confrontación. Doña Urraca va dando carnés de autenticidad catalana. No puede escapar de su pasado convergente, escuela de la sedición y estandarte de la prevaricación; un pasado que sigue ahí y persigue a los hacedores del procés, porque la hemeroteca es el espejo de la verdad.