Me planto. Es inútil describir, analizar o pontificar sobre una calamidad científica de la que los propios expertos saben poco. No tiene ya ningún sentido tampoco abundar en el enfrentamiento cainita que los partidos clásicos de izquierda y derecha parlamentaria protagonizan en un país que no vive ya en la metáfora de las dos Españas machadianas, sino que parece fracturada en muchos más pedazos que se descuartizan entre sí. Aburre hasta el infinito referirse a las deslealtades egoístas de los nacionalismos, un fenómeno que muestra las dificultades de recuperar valores como la solidaridad incluso en tiempos tan duros.

De la enfermedad saldremos un día u otro. Los efectos que hoy se intuyen amenazan con ser devastadores para el conjunto de la sociedad. Morirán personas, variará la pirámide de edad del país y nos llegará una crisis económica de magnitudes siderales. Por más breve que resulte la alerta sanitaria pondrá patas arriba todo un modelo, una construcción social, económica y política en la que hemos habitado con un cierto grado de confort a la par que de conformismo.

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Hoy es el día en que todas las empresas han consultado el BOE para saber si su actividad debe continuar o paralizarse dos semanas. Con independencia de que el Gobierno del país actúe con un grado de bisoñez y desesperación que ya no puede esconder, más allá de que ejecutivos regionales como el catalán digan que ellos pedían ese cierre total (cuando a lo que aspiraban en realidad era a taponar las fronteras territoriales), lejos de todas esas discusiones tan bizantinas como estériles, el conjunto de los ciudadanos asistimos a la conformación de un tiempo nuevo en el que los paradigmas que manejábamos para subsistir, gobernarnos, desplazarnos y relacionarnos cambiará por completo.

El día después llegará. Ojalá que sea más pronto que tarde, pero, sin ánimo apocalíptico, obligará a reconstruir las certidumbres que nos guiaron durante décadas.

En lo económico, la actividad dejará quizá más cadáveres empresariales que ciudadanos en las morgues. Nuestro sistema productivo capitalista vive al día, al minuto. Lejos de prácticas de otros siglos basadas en el sector primario, con acumulación de bienes y ahorro para tiempos futuros, en el siglo XXI todo es tan urgente, nervioso y quimérico que ya comprobamos cómo se desmoronó la economía mundial en 2008 a ultrasónica velocidad.

Cada empresa, pyme o microactividad que no consiga reabrir sus persianas después de estos acontecimientos encierra un microcosmos de dramas personales y familiares. El efecto multiplicador en términos de desempleo puede resultar devastador durante meses o incluso años. Imaginemos el turismo, por ejemplo, que es la primera industria española en términos de generación de riqueza. El golpe que se llevará el PIB por la crisis de hoteles y restaurantes, operadores, agencias, aerolíneas, empresas de alquiler de vehículos, apartamentos… será monumental. Ni aunque haya dobles turnos de trabajo en la máquina de fabricar dinero del BCE o se recurriera a los cheques personales que Donald Trump pergeña para los estadounidenses, la propensión a viajar y menearse por el planeta descenderá de manera meteórica. En ese back to home influirá tanto una deprimida situación económica como los temores lógicos que el cuidado de la salud suscitará en miles o cientos de miles de personas de todo el globo terráqueo.

La paralización del tejido industrial productivo que comienza hoy tendrá efectos devastadores. ¿Alguien ha pensado en todas esas empresas que exportan sus productos porque en su día se globalizaron y pasaron de un mercado local a otro internacional? ¿Cuánto tiempo resistirán en una situación de bloqueo forzoso sin que se les rompan las piernas de su tesorería y se vean obligadas a ajustar su fuerza de trabajo a la realidad de la demanda? Sólo una mutualización de la deuda pública con la Unión Europea permitiría atenuar las consecuencias reales del decrecimiento que nos espera. La concepción socialdemócrata del Estado del bienestar, sin apelaciones a extremismos colectivizadores, puede tener razón ahora más que nunca. Y eso es algo que no puede esperar al día después.

Las ciudades, como concentraciones urbanas crecientes y masivas, también se resentirán. Son bastantes los ciudadanos que han comprobado que las urbes han sido el lugar donde el virus que nos atemoriza se ha extendido entre sus habitantes con mayor rapidez y consecuencias. No serán pocos los que verán en el espacio rural un refugio más seguro en términos de sostenibilidad ecológica y social. Una oportunidad, indudable, para esa España vaciada en la que podrían trabajar los gobernantes obligados a dibujar el futuro colectivo.

El trabajo tampoco será inmune a lo acontecido. El sector servicios ha comprobado que la eficacia de las nuevas tecnologías permite mantener a muchas empresas en funcionamiento a distancia con ratios de eficiencia y productividad que nada envidian a tiempos anteriores. Muchos trabajadores de redes comerciales han constatado que pueden coordinarse y prestar sus servicios sin necesidad de constantes desplazamientos, que complican la cada vez más ansiada conciliación familiar. Cuántas grandes oficinas han comprobado la inutilidad parcial de sus monumentales instalaciones para desempeñar la actividad ante una calamidad como la actual. Menudo golpe para la especulación inmobiliaria en ese ámbito.

¿Y la enseñanza? Convendría que los pedagogos revisaran sus certidumbres. Es obvio que la escuela primaria es un lugar de socialización, además de adquisición de conocimientos. Pero, en niveles superiores de formación, seguimos sin disponer de una adaptación tecnológica acorde a los tiempos. Existe alguna experiencia, cierto, pero hoy es posible realizar una enseñanza superior en cualquier universidad del mundo sin necesidad de movimientos presenciales como antaño. ¿Seremos capaces de adaptarnos a esa nueva realidad que algunos descubren por fuerza mayor?

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Habrá un día después, no cabe duda. Alguien debería ocuparse ya de ello en esta España que pasará dos semanas en sus casas de permiso retribuido recuperable. Podemos seguir lamiéndonos las heridas y acusándonos los unos a los otros de lo acontecido, pero cuanto más dediquemos a despedazarnos menos tiempo nos quedará para sobreponernos y salir del embrollo.

Llegará ese día, tengámoslo claro y no perdamos la oportunidad de anticiparnos, como la perdimos con la compra del material sanitario o en la preparación y coordinación de lo que venía. Nos queda el consuelo de que no será tan dramático como aquella película de los 80 que dibujaba el planeta arrasado tras una guerra nuclear (The day afther, 1983, Nicholas Meyer). Durante un tiempo, como pasa en la región china donde primero se desarrolló la pandemia, las gentes regresaremos a la calle, pero con extrema precaución. Todos con mascarilla y con límites en el contacto y las relaciones humanas. Seremos más recelosos y desconfiados. Ésa será la primera de todas las consecuencias el día que podamos abrir la mano: que a lo mejor no queremos estrecharla a quien tenemos delante.