La prioridad es, ahora, controlar el virus y evitar la propagación de la pandemia. Pero, en paralelo, resulta fundamental preservar un nivel de actividad económica que permita su reactivación cuando se den las circunstancias. Y ese rearme productivo sólo se dará si las políticas públicas entienden la gravedad del momento. Por ello, va adquiriendo fuerza la idea de un Plan Marshall para Europa que, hace ya días, lanzó el presidente de la Generalitat Valenciana, Ximo Puig.
Un Plan de Recuperación Europea, así se llamaba oficialmente el plan Marshall, que se asemejaría al de finales de la década de los 40 por su amplitud y ambición pero que, afortunadamente, se diferenciaría del que lideraron los norteamericanos porque el de hoy lo podemos diseñar y financiar los propios europeos. Pero dicha capacidad debe ir acompañada de voluntad política en el mismo sentido y, aquí, las incertidumbres son muchas. Por ello ya empieza a emerger la llamada batalla de los eurobonos.
La disonancia entre una moneda única y un poder político segmentado hace que un proyecto ambicioso de recuperación sólo resulte posible a partir del acuerdo entre los países miembros de la eurozona. Un compromiso mutuo que ni se ve ni se vislumbra, pues Alemania y Holanda ya se han opuesto a la mutualización de deuda europea, de manera que la Unión en su conjunto asuma el riesgo de una determinada parte del Plan de Recuperación, dejando que la parte restante corra a cargo de cada Estado miembro.
Erróneamente, se apela a la solidaridad de los estados centrales de la Unión hacia los periféricos, cuando no se trata de solidaridad sino de intereses, pero a medio y largo plazo. A todos interesa, con una visión más allá de la inmediatez, que Europa sepa asumir por sí misma, en toda la intensidad necesaria, lo que venimos a llamar un nuevo Plan Marshall. Los norteamericanos lo hicieron llevados por una visión a largo plazo, y el tiempo les dio la razón: su liderazgo se vio más que recompensado con unas economías europeas que empezaron a mirar a Estados Unidos. Además, supo constituirse en la referencia política y cultural de toda Europa durante décadas.
Si encontramos el punto de equilibrio entre el riesgo que debe asumir cada Estado y el del conjunto de la Unión, recompondremos con mayor velocidad los destrozos de una pandemia que afecta, y mucho, a todos. Además, con ello se dará sentido al proyecto común de los europeos. Pero ello se antoja muy complicado por la posición ya explícita de Alemania y Holanda, a la que se añadirán nuevos estados.
Para complicar el asunto y para no perder viejas costumbres, ha aparecido nuevamente en escena la miseria holandesa, en boca de su ministro de finanzas, Wopke Hoekstra, quien sugirió investigar a Italia y España por su incapacidad. Continuaba así con la tradición iniciada por su antecesor, Jeroen Dijsselbloem, quien en los momentos más duros de la crisis de 2008, señalaba que en el sur de Europa el dinero se gastaba en alcohol y mujeres. Hay que agradecer al primer ministro portugués, Antonio Costa, que haya dejado de lado su tradicional prudencia, al calificar los comentarios del ministro holandés de repugnantes.