El clima de enfrentamiento en Cataluña es más visible para los incrédulos desde que las playas se han convertido en el escenario de disputas simbológicas. Arturo Pérez-Reverte reflexionaba en su libro La piel del tambor (Alfaguara, 1995) que "la fe desnuda no se sostiene. La gente necesita símbolos con los que abrigarse, porque fuera hace mucho frío". Gran acierto el del escritor si su aforismo lo utilizamos para analizar la compleja y alambicada situación política catalana.

Las cruces, ahora telas, los lazos, las pintadas, la ocupación del espacio público en definitiva están permitiendo la proyección mediática del enfrentamiento y la fractura social que, desde hace meses, pero con más intensidad desde septiembre pasado, se ha instalado entre ciudadanos catalanes. Agresiones a las sedes de partidos políticos, actos vandálicos contra medios de comunicación como Crónica Global y acciones contra políticos locales como la que ayer tuvo lugar en Sitges empiezan a ser una constante ante la cual ni la justicia ni las fuerzas de seguridad parecen sentirse muy concernidas.

Hay enfrentamiento, una disputa agria, un fraccionamiento de la sociedad entre los partidarios de la independencia (con sus partidos soberanistas, sus líderes huidos y encarcelados, sus intentos de enfrentarse al Estado) y quienes están en las tesis contrarias, que ayer se plantaron ante la entrada del Ayuntamiento de Barcelona, en la plaza de Sant Jaume, y forzaron la retirada de un lazo que destacaba en la fachada municipal. Hasta ahora, en la calle todo eso nunca pasaba de algún pequeño conato casi particular. Hoy, mientras unos se aprestan a hacer de unos pocos el espacio de todos, quienes les responden ya denuncian, exigen cumplimiento de leyes y hasta crean grupos de limpieza de simbología nacionalista.

No es extraño oír reflexiones temerosas sobre cómo puede acabar todo eso. Y, es cierto, en ningún caso se escucha alguna intervención que le reste importancia.

Donde el estado de cosas es realmente bélico entre catalanes es en las redes sociales. Facebook y Twitter, como las más potentes, pero no las únicas, empiezan a ser un escenario guerracivilista en el que los insultos, las injurias, las amenazas y las actitudes irrespetuosas son muy agresivas, además de impropias. El anonimato que acompaña esa actuación más distante envalentona hasta límites descomunales. Algunos de los que utilizan esos canales de discusión exceden el respeto, la educación y, muy a menudo, hasta el buen gusto. Los hay de uno y otro bando, así que nadie quiera arrogarse un especial victimismo en el mundo de internet.

Lo peor no son aquellos que como anónimos o con pseudónimos de protección se dedican a proferir insultos y ofensas contra los adversarios políticos, sino algunos de sus líderes de ayer y hoy. Son muchos los influenciadores que se emborrachan de argumentos peregrinos. El caso más clamoroso es el de la jurista Núria de Gispert, quien ha olvidado todo el respeto institucional que se le supone a quien ha presidido el Parlamento de todos los catalanes. Sus mensajes xenófobos, excluyentes y burlones dan pie a batallas digitales en las redes sociales en las que las palabras ya no son dardos sino balas de gran calibre disparadas para acabar con el contrario.

No, las redes no son una realidad distanciada de la vida social. Pueden exagerar, aumentar y generar una realidad ampliada de lo que acaece, pero también enseñan que detrás hay un sustrato de enfrentamiento muy oscuro. Tanto que, si en Twitter o Facebook ya andamos por la guerra civil catalana, fuera de la dimensión digital nos aproximamos a una zona de verdadero riesgo. Minimizar lo que es habitual en los post y tuits por creer que son una vía paralela es infraponderar el peligro futuro que se cierne sobre todos.

Hagámonos un aviso colectivo, quizás todavía estemos a tiempo de poner freno al desnortamiento general que nos invade. Un punto de serenidad y de reflexión no le iría nada mal a nuestra sociedad y sería una auténtica lección para las generaciones futuras.