El todopoderoso emperador francés Napoleón Bonaparte acuñó una frase que viene a colación para referirnos al nuevo Gobierno de Pedro Sánchez: “La independencia, igual que el honor, es una isla rocosa sin playas”. Es una metáfora visual perfecta para definir lo que le aguarda al nuevo Ejecutivo: un buen paisaje, idílico y lacrimógeno para algunos, pero una isla escarpada, peligrosa y sin espacios en los que relajarse al sol.

Los apellidos no se traducen, pero si así fuera, el ministro catalán de Sánchez sería Salvador Isla en castellano. El político socialista, quizá quien mejor ensambla el pasado y el futuro del PSC en estos momentos, llega para ser esa isla bonapartiana, rocosa y sin playas del Consejo de Ministros. Salvador Illa ha sido agraciado con el ministerio de Sanidad, un departamento cuyas competencias básicas están en manos de las comunidades autónomas. Administrará un área con escasas posibilidades de gestión efectiva más allá de la coordinación estatal a la que se resisten los virreyes.

Illa podrá ser la mosca cojonera catalana del nuevo Ejecutivo sin que se note. De haber recibido la cartera de política territorial aún habrían arreciado más las críticas de quienes consideran que ERC ha torcido el brazo de Sánchez en la investidura y lo seguirá haciendo en el futuro. Le han asignado Sanidad, ministerio maría, lugar donde con un poco de administración y delegaciones a los secretarios de Estado podrá seguir con atención qué pasa en Cataluña. Seguir y ejercer como el nexo entre las dos grandes capitales españolas, una especie de ministro del puente aéreo que Ada Colau quisiera suprimir.

El personaje acaba de salir triunfante de un congreso que reafirmó su papel como secretario de organización del PSC. O, en román paladino, como auténtico jefe del socialismo catalán. El propio Miquel Iceta se hizo confeccionar en 2019 unas chapas para repartir entre los cargos y empleados que rezaban así: “El que digui el Salvador (lo que diga Salvador)”.

Iceta se dedica al Parlamento catalán y a ser cartel electoral. Nadie en la sede de los socialistas catalanes pone en duda que el trabajo pacífico, sin aureolas personales y de máxima eficacia que ha desempeñado Illa en una organización afectada por los vaivenes electorales de los últimos tiempos empieza a dar fruto. La negociación del pacto entre republicanos y socialistas fue el primero; su llegada al poder central, el premio. El reconocimiento de Sánchez, sin embargo, genera un temor subyacente entre no pocos catalanes. La marcha de Illa, en un momento de escasez de talento político en la comunidad, no es una buena noticia si se consuma. Y son legión quienes le recomendarán, sin dudarlo, que no deje el partido en manos de nadie, que se esfuerce, pero mantenga el PSC bajo su batuta.

De forma histórica el empresariado catalán ha intentado tener un representante en los gobiernos centrales. Siempre aspiró a que fuera alguien con responsabilidades en la economía, la industria o la hacienda pública. Pocas veces se consiguió, pero ha sido el desiderátum permanente de la burguesía. Illa no viene de ese ámbito, pero lo conoce a la perfección e incluso tiene buenos aliados allí. En la práctica, Illa es el gran delegado catalán ante Sánchez, Iván Redondo y ahora también los ministros con cartera económica. Esa función, que no estará sellada con letras doradas en su cartera negra, es uno de los muchos e insospechados perfiles de un Ejecutivo sobre el que penden todas las sospechas.

El Gobierno Picapiedra, de Pedro y Pablo (aunque éste cada vez menos), tendrá en el dirigente Illa un islote de moderación, sensatez constitucional e interlocución con aquellos que pueden ser útiles para edificar la etapa democrática que se inaugura con el primer Gobierno de coalición de la historia reciente.