Un año después de que las principales empresas catalanas decidieran trasladar su sede social fuera de la comunidad, permanece vivo el debate sobre una decisión que el nacionalismo independentista en su día intentó minimizar y ahora busca criminalizar. Se decía que la fuga de compañías era puramente formal, que ninguna sede productiva o logística se movía del territorio. En definitiva, que no era para tanto, que al final era una actitud temerosa del dinero y que, a efectos prácticos, resultaba insignificante para la actividad económica catalana, para el PIB.
Los movimientos del sector financiero fueron los que crearon mayor conmoción. Banc Sabadell se movió a Alicante y Caixabank a Valencia. Incluso el banquito de Carlos Tusquets, Mediolanum, también hizo las maletas. Nada queda domiciliado en Cataluña de aquella banca que durante décadas conformó un tejido financiero propio: primero por la desaparición de las mal gestionadas cajas de ahorros territoriales (Sabadell, Manlleu, Terrasa, Girona, Laietana, Penedès, Tarragona, Manresa, Catalunya), que fueron literalmente engullidas por la gran banca madrileña, y después fruto de los acontecimientos económicos y políticos de hace justo un año.
Por más que se intenten empequeñecer las consecuencias de los hechos de octubre de 2017, la economía catalana está perjudicada. El coste de oportunidad que pagaremos en forma de progresivo empobrecimiento es sencillamente incontable, puesto que como buen intangible nadie puede cuantificarlo. El lucro cesante en términos de PIB será de una u otra cuantía, pero aflorará con el transcurso del tiempo. De eso no le he escuchado ni una sola palabra a la consejera responsable de Empresa en la Generalitat, como si ese factor no existiera. Y, habida cuenta de cuál es aún la situación política, los movimientos de hace un año parecen irreversibles. Sólo Aguas de Barcelona, de entre las grandes, ha regresado a su sede original porque resultaba injustificable que una empresa con ese nombre viviera socialmente en Madrid. Sí, pero retorna mutilada, convenientemente empequeñecida, sin el negocio chileno que tenía en su balance como filial. Eso se queda también en la capital de España.
El soberanismo intentó desde el primer momento dos cosas respecto a estos hechos. Lo primero fue menguar el relato. “Actuación temporal”, “insignificante”, “sin impacto económico real”… y un largo etcétera de expresiones que reducían la importancia del éxodo de unas 5.000 sociedades en un año. Para ello había que apelar a la contrapartida de las inversiones que sí habían decidido radicarse en Cataluña (Amazón y Facebook son su gran coartada) y atribuir todas las decisiones del exilio empresarial a una extraña conspiración del Madrid cortesano. Según esa tesis, los poderes económicos y el Gobierno de Mariano Rajoy empujaron a las sociedades de origen catalán a abandonar el territorio únicamente por las presiones lobísticas de esa España facha, retrógrada y represora con la que sueñan muchas noches de onanismo solitario.
El último cartucho exculpatorio son las informaciones periodísticas que sostienen que el rey Felipe VI, la cúpula del gobierno del PP entonces gobernante y los principales dirigentes de la banca catalana, Isidro Fainé y Josep Oliu, son los responsables, por el seguidismo que provocaron, del nuevo mapa empresarial tras el referéndum ilegal. Las empresas públicas y los organismos del Estado habrían empezado a retirar los fondos depositados en las cuentas de Sabadell y Caixabank para forzar su pronunciamiento y obligarles a dejar tierra catalana si no querían consecuencias mayores en su negocio. En ese discurso es imposible hallar ni una sola referencia a la actuación de los clientes privados, personas y empresas, que en aquellas fechas decidieron abrir cuentas-espejo o, sencillamente, mover su ahorro hacia entidades de marcado carácter español (Santander y BBVA, principalmente, pero también Bankia) para ponerlo a salvaguarda legal de los paripés que el independentismo de Carles Puigdemont barruntaba en los días locos de octubre de 2017.
Ni en el Sabadell de Oliu ni en Caixabank de Jordi Gual están a salvaguarda de directivos y exdirectivos que tienen una cierta simpatía personal con los hechos protagonizados por el nacionalismo hace un año. Desde el paro de país al discurso, nunca combatido con efectividad intelectual, del supuesto robo presupuestario de España a Cataluña, muchos de los cerebros decisores de esas dos organizaciones financieras mantienen una cierta dualidad entre la sentimental reflexión nacionalista y la pragmática del hombre de negocios en la mejor tradición liberal y capitalista. Sean Miquel Roca, Ramon Rovira, Salvador Alemany o el propio Jordi Gual, tanto da, a ellos se atribuyen en los círculos bien informados las filtraciones que en las últimas horas han vuelto a criminalizar al Estado por la huida de las sedes bancarias. Aparentemente, sin esas conspiraciones capitalinas en la Cataluña que se manifiesta con regularidad insufrible no hubiera pasado nada. El victimismo hispanofóbico lo justifica todo, incluso como si lo acontecido fuera apenas una anécdota interna por la que no es necesario ni excusarse ni lamentarse.
El dinero huyó porque es cobarde. Pero también lo son los dirigentes políticos que provocaron los motivos para que el negocio catalán tomara esos derroteros, aquellos que no quieren admitir que el éxodo empresarial contenía un aviso serio, contundente y hasta prudente a la irracionalidad de la política local que vivimos desde hace un año. Las empresas son comunidades de intereses que no querían ir a la cárcel de la economía, preferían fugarse al exilio como algunos líderes. Tampoco resultó tan diferente a lo que hicieron al final de su esperpéntica aventura insurreccional Carlos Puigdemont, Toni Comín, Anna Gabriel, Marta Rovira y otros prófugos de la justicia española.
Por más que se intente manipular el relato de lo que aconteció hace 12 meses, nadie puede criminalizar a los empresarios y banqueros por hacer lo que era más sensato en aquellos convulsos momentos: poner a salvaguarda los intereses que había costado décadas consolidar (en términos de mercado, sobre todo) y que unos iluminados, a punto de llevar el país al conflicto civil, pretendían cargarse de un plumazo. Esos que filtran interesadamente una determinada visión de lo acontecido, que intentan darle la vuelta a la narración de lo que sucedió realmente, son aún más miedosos que quienes tuvieron el coraje de tomar decisiones difíciles y necesarias para garantizar el futuro de accionistas y trabajadores, lo único que no podían desatender.
Los nacionalistas más rabiosos son también los más cobardes, resentidos y, si me permiten, unos pésimos perdedores. Les molesta que se les recuerde que actúan como una secta con líderes y gregarios. Después, sin embargo, criminalizan a Fainé y Oliu por supuestamente haber liderado la actuación de las 4.998 empresas restantes que decidieron marchar. Aunque siempre habrá una parroquia que les jalee la estulticia, la historia los devolverá a la realidad y quizá sus descendientes comprendan que sus histriónicos progenitores vivían en un espejismo, una onírica Cataluña imposible no por la voluntad de Madrid, sino de la mitad de sus ciudadanos. No es tan difícil comprenderlo, ¿verdad?