El 17 de noviembre de 2004, el entonces presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, afirmó en el Senado que la nación –en referencia a España– era un concepto “discutido y discutible”.

En aquella época se estaba engendrando el nuevo Estatuto catalán promovido por Maragall con el aval de Zapatero, y los socialistas acabaron asumiendo el término nación para Cataluña en el preámbulo, aunque después el Tribunal Constitucional –en una sentencia, recordemos, aprobada por la mayoría progresista– desmontó su alcance jurídico.

Fuera como fuese, aquella relativización del concepto de nación dio alas a los nacionalistas. Lógicamente, si somos una nación, tenemos el derecho a decidir. Es decir, a celebrar un referéndum secesionista, claro.

Y así lo recogían las manifestaciones indepes del momento. “Som una nació i tenim el dret de decidir”, era el lema de una de las primeras grandes marchas de entonces, la de febrero de 2006. “Som una nació. Nosaltres decidim”, exigía la movilización de junio de 2010 contra la sentencia del Estatuto. Recuerden, aquella que encabezó el president Montilla y de la que tuvo que salir por patas rodeado de policías de paisano porque le querían linchar.

Unos años después, y viendo el incendio al que había contribuido a generar, Zapatero dio marcha atrás. En diciembre de 2011 admitió que “hoy no repetiría” lo de que la nación es un concepto “discutido y discutible”. “Dio lugar a todo un río de interpretaciones sobre si yo dudaba de que España era una nación. Pero no tengo duda, en absoluto”, señaló. Sin embargo, ya era demasiado tarde. El daño estaba hecho. Y después vinieron dos referéndums ilegales, el de 2014 y el de 2017, que solo los jueces, la policía y el Senado pudieron parar.

Hace unos días, la nueva magistrada del Tribunal Constitucional (TC) María Luisa Segoviano ha vuelto a las andadas y, preguntada sobre la autodeterminación de las CCAA, ha afirmado que es “un tema muy complejo” con “muchas aristas” que llegado el momento habría que “estudiar”. La jurista ha añadido que, pese a que el alto tribunal ha dejado muy claro que las CCAA no tienen derecho a separarse, “cuestiones parecidas” pueden tener “un determinado elemento distinto” que “puede que exija un mayor razonamiento que lo que se hizo la vez anterior”.

Parece que el relativismo que desestabilizó el país durante tantos años, el “discutido y discutible” que causó la mayor crisis de la democracia, vuelve a las altas instituciones del Estado.

Y eso que Segoviano es una de las moderadas entre los nuevos miembros del TC (es una progresista que ha contado con el plácet del sector conservador del CGPJ). No quiero ni imaginar la que nos espera con otra de los recién elegidos para el tribunal, Laura Díez Bueso (en este caso por designación directa del Gobierno).

Díez fue una de las asesoras del Govern en la elaboración del Estatut, en la redacción de la primera versión (2002-04), la más bestia, la que tuvo que ser “cepillada” por el PSOE en el Congreso y posteriormente ajustada a la legalidad por el Constitucional.

Además, durante seis años (2004-10), Díez fue adjunta al Síndic de Greuges, es decir, la mano derecha de Rafael Ribó, uno de los tipos que –junto con algún que otro editorialista badalonés– más han contribuido a socavar la convivencia en Cataluña en las últimas dos décadas.

Por si eso no fuera suficiente, Díez fue elegida como miembro del Consejo de Garantías de la Generalitat el pasado 7 de abril de 2022 por el Parlament a propuesta de PSC, ERC y JxCat. Tomó posesión del cargo el 25 de mayo, y en su primer dictamen (3/2022 de 7 de junio) avaló la Ley sobre el uso del aprendizaje de las lenguas oficiales en la enseñanza no universitaria con la que los nacionalistas pretenden perpetuar la inmersión lingüística escolar obligatoria exclusivamente en catalán, declarada ilegal por el Constitucional (al menos, hasta ahora).

Agárrense porque se avecinan curvas.