Las democracias liberales sufren, en EEUU y en Europa. Se ha podido comprobar en las elecciones norteamericanas, con una sociedad partida en dos, con proclamas por parte de republicanos y de demócratas recias y sin fisuras. Al adversario político no se le puede reconocer que tenga algo de razón, y eso se ha convertido en un motivo de orgullo: se defienden convicciones y eso es positivo, se señala, porque se han acabado los tiempos de las ambigüedades. En España, en el Congreso, se escucha mucho, por parte de la derecha, esa expresión de “son tiempos recios”. ¿Y qué implican? Pues esas desavenencias, que dificultan, de hecho hacen imposible, los acercamientos necesarios para poder gobernar con cierto criterio.
Más allá de las consideraciones legales, de las constituciones y de las leyes orgánicas, de las interpretaciones de los profesores de Derecho constitucional, las democracias se basan en todo lo que no está escrito, en una cultura del diálogo y del respeto. Un sustrato en el que se fijan las buenas maneras y, lo más importante, un consenso sobre aquellas cuestiones en las que debe primar el acuerdo. En España eso sucedió en los años finales de la Transición, a pesar de que hubo pelea y brega política. Y las instituciones colaboraron de forma leal a lo largo de los años 80 y mediados de los 90. Causa sorpresa --aunque no debería-- ver ahora una entrevista a Felipe González en 1984 en TV3, la primera que concedía el presidente del Gobierno a una televisión autonómica, que dirigía en ese momento el polémico y complicado personaje llamado Alfons Quintà, que retrata de forma magistral Jordi Amat en su libro El hijo del chófer. En la entrevista se habla de reconversión industrial, de modelo económico, del papel que deberá jugar España en Europa, cuando forme parte del club. Eso llegaría en 1986. Se razonaba sobre cuestiones de fondo que iban a ser determinantes diez años después.
Luego llegarían los tiempos “recios”, y las duras batallas políticas entre el PSOE y el PP de José María Aznar, en esa legislatura tan complicada y arriesgada para el propio Estado como fue la de 1993 a 1996. Es necesario tener en cuenta eso para no idealizar el pasado. Pero es cierto que España avanzó, con Cataluña incluida, como nunca lo hizo en su historia reciente.
La cuestión es que lo que prima ahora, a pesar de aquellas experiencias, positivas y negativas, es el desprecio entre los supuestos “compañeros de viaje”. Y en Cataluña es ya la característica esencial en el Govern de la Generalitat. A veces, lo mejor es esclarecer las diferencias, admitir lo que es imposible. El desprecio entre el mundo de Carles Puigdemont --una gran parte ya de Junts per Catalunya-- y el de Oriol Junqueras y ERC es muy profundo. Se comprueba en el primer libro de las memorias de los últimos años de Puigdemont. Es un constante alud de críticas, pero aceradas, con veneno, con desprecio. Y son las mismas que se exponen desde las filas republicanas. Son dos mundos, porque las culturas políticas son distintas, y las químicas personales influyen también mucho. Aunque hay puentes que sirven para conseguir cosas, como se ha puesto de manifiesto en las escuchas a David Madí y Xavier Vendrell por el llamado caso Voloh, el independentismo que representan esas dos fuerzas políticas vive un estado de guerra. Y lo más razonable en esos casos es que se pongan todas las cartas sobre la mesa, dejando atrás de una vez la ilusoria intentona de llevar a Cataluña hacia la independencia. No hay otra cosa que la búsqueda del poder, y las dos familias son incompatibles para ensayar un nuevo gobierno de coalición cuando lleguen las elecciones, a menos que los principales personajes dejen de influir y den un auténtico paso atrás.
Eso es lo que empieza a percibir una parte del electorado independentista que comprueba como el Govern de la Generalitat hace aguas por todas partes, con consejeros que lo único que pretenden es que fracasen los de la formación contraria. Que Ramon Tremosa y Pere Aragonès se lancen los trastos en las redes sociales, con críticas abiertas, puede ser el signo de los tiempos --tal vez Jorge Semprún y Alfonso Guerra, en el mismo Gobierno de Gónzalez lo podrían haber hecho, si hubiera existido Twitter-- pero es, en cualquier caso, inadmisible si se dice respetar a la ciudadanía.
Al margen del proyecto que cada uno tenga, si se quiere defender todavía la democracia, lo primero que se debería admitir es ese menosprecio mutuo, tratar de superarlo o buscar caminos diferentes. El gran problema, al margen del que tienen Junts per Catalunya y ERC, es que con ellos se está hundiendo el conjunto del país, con un autogobierno que se ha dilapidado y que ya se pone en cuestión. ¿Para este espectáculo y esta ineficacia era necesario tener autogobierno? Alerta, porque el independentismo sigue sin ser consciente de que esa pregunta se la comienzan a hacer muchos ciudadanos catalanes, con todo tipo de apellidos distintos.
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