Vivimos en la sociedad de la queja. Cunde un inconformismo que igual sirve para lamentarnos sobre el sistema, sus representantes, sus derivaciones o hasta sus miembros, que somos nosotros mismos. En las dos primeras décadas del siglo XXI parece que todos seamos de golpe flamencos y de nuestras gargantas gorgotee una especie de quejío permanente, de ayeo sistemático.

Hemos pasado de una generación de líderes que estaba educada en la resignación, y por tanto en un determinado conformismo, a otra más joven y adiestrada en una reivindicación permanente, a medio camino entre la desfachatez y el inconformismo. Sucede en casi todos los ámbitos de la vida: transitamos tiempos en los que abundan los derechos y se echan de menos las obligaciones.

Es difícil de olvidar una de las primeras intervenciones del ahora vicepresidente Pablo Iglesias nada más aterrizar en el Congreso. Parecía que con él nacía la historia, comenzaba todo. Se quejaba del legado de sus antecesores, de los que habían esculpido la historia española en los últimos años. Fue Baltasar Gracián quien dejó escrito que “la queja trae descrédito”, y algo así comienza a suceder con aquellos, a derecha e izquierda política, incapaces de reconocer y poner en valor la herencia inmaterial que han recibido de sus ancestros.

¿La nueva política no será una forma de proceder en la que se castiga a la antigua por sus imperfecciones, pero sin construir una alternativa válida? En ámbitos alejados de lo parlamentario sucede algo similar. Lo reflexionaba al hilo de la minicrisis vivida en el Círculo de Economía hace poco más de una semana: los nuevos gestores, con Javier Faus al frente, quieren superar las liturgias del pasado, que suponían amplios consensos, una lentificada actuación de grupo de presión y una creación de opinión pública por la vía de la lluvia fina.

Faus quiere darle la vuelta al calcetín. Está en su derecho de modernizar la institución barcelonesa y darle una evolución que la adecúe a los tiempos. La pregunta que viene a continuación es: ¿con qué finalidad? Si la presión sobre las políticas públicas, el europeísmo o la modernización del tejido productivo son su horizonte, está claro que es un objetivo de suficiente nivel para evitar los personalismos y lograr las máximas complicidades. Si el problema es solo un asunto de velocidad en la gestión de esos principios, puede resolverse igualmente. Antiguos y nuevos tienen la obligación de situar por encima de sus intereses individuales los colectivos de la institución. Y si Faus se ha equivocado con su altivez presidencial, también los que le han cuestionado desde la retaguardia lacrimógena han prestado un flaco favor a la causa y, al final, solo habrán resarcido sus amplias y profundas egolatrías académicas, empresariales o profesionales.

No tiene sentido dedicar el tiempo a cargar contra el día de ayer si somos incapaces de construir el día de mañana. Sucedió con la Cámara de Comercio de Barcelona, en la que una buena parte de esa burguesía barcelonesa tan esclerótica como cobarde se pasó tiempo criticando el papel de Miquel Valls y su equipo en los últimos años hasta que se dieron cuenta de que habían perdido el juguete y ahora se había transmutado en un arma arrojadiza contra su confortabilidad. Sostenía el pensador inglés Thomas Carlyle que el hombre no debe quejarse del tiempo en que vive. “En su poder está siempre mejorarlo”, remataba. Pasó en la entidad cameral, pero sucederá en el Barça y en todas aquellas asociaciones que se han edificado en el tiempo gracias a la correcta administración de antagonismos, a la gestión de los egos y a la superación de dificultades de todo signo. Pilotar todo eso era una forma de mejorar.

La permanente mirada revanchista al pasado aporta poco y trae, de manera principal, cierto negativismo social. Sucede con la administración de la calamidad que vivimos en forma de pandemia planetaria. Cuántas voces no hemos escuchado pasando afilados cuchillos sobre el pasado, pero incapaces de aportar una idea o dar una lección en forma de mejor actuación. Esa mirada atrás no pretende únicamente pasar cuentas, también busca la victimización. Fue el griego Esopo quien sostenía que, “una vez llegada la desgracia, de nada sirve quejarse”. Y, sin embargo, es lo que hacemos a todas horas. Nos lidera una generación que abomina del pasado, que lo rechaza incluso como identidad colectiva, pero que tiene serias dificultades para construir el día de mañana por las energías desaprovechadas lamentándose del día de ayer.