Tras varios meses de rumores, Netflix ha confirmado el fin de las cuentas compartidas, aunque no solo eso. Lo que está pasando más desapercibido –y el precio es lo de menos, porque el incremento es perfectamente asumible por los afectados– es el aumento del control de la plataforma sobre los usuarios, que deben aportar información precisa de por dónde se mueven para disfrutar de los nuevos planes para ver series y películas.
Sea como sea, multitud de ciudadanos están buscando ya alternativas gratis a Netflix. Y ese es un problema que deriva del anterior. Para empezar, gratis, aunque sea legal, acostumbra a ser sinónimo de contraprestación en forma de información personal. Pero, por otro lado, nos hemos acostumbrado al ocio gratuito, especialmente el audiovisual, como si no hubiese un trabajo detrás, un esfuerzo, unos salarios que satisfacer. Se están dando pasos para acabar con la piratería, bien que permanece esa cultura de no pagar por ciertos servicios.
Eso lo sabe bien el periodismo, que en general trata de encontrar el equilibrio del negocio, y este no pasa, por ahora –al menos en España–, por los suscriptores. Un reciente estudio presentado en Barcelona desvela que solo el 25% de la población está suscrita a algún medio, que la mitad nunca lo ha estado y que ni siquiera llega al 40% la parte de la sociedad que está de acuerdo en que la información fiable y de calidad tiene un precio.
Ahora bien, el sector debe también hacer autocrítica y pensar por qué no atrae a lectores de pago. ¿Será porque la mayoría ofrece la misma información, sin apenas originalidad más allá de retorcerla para darle un enfoque más llamativo? ¿Será porque se ha perdido credibilidad a base de titulares que buscan el click fácil bajo la obsesión de ser los más visitados –no digo los más leídos, porque pocas personas pasan del segundo párrafo en el caso de los medios escritos–? ¿O tal vez porque se antepone la inmediatez al rigor? ¿Será porque es insostenible que haya que pagar una cuota mensual por cada uno de los periódicos que se leen? Busquemos fórmulas que beneficien a todos.
Aun así, hay algo claro y que escucho cada vez más. Los ciudadanos están dejando de consumir noticias, por lo menos por los canales tradicionales, hastiados por la sobreinformación, los titulares ruidosos, la actualidad descorazonadora –recibimos demasiados impactos, casi todos negativos, y llevamos años de saturación entre el procés y la pandemia, a lo que hay que sumar ahora la guerra y sus derivadas, o la fiesta de globos entre China y EEUU–. “Hay que estar mínimamente informado, pero si no vemos las noticias somos más felices y tampoco nos perdemos nada”, reconocía un amigo el otro día. Entre todos hemos contribuido a esta desazón, desde las instituciones hasta los ciudadanos, pasando indudablemente por los medios.
Otro de los puntos del estudio dice que el 83% de los encuestados sabe identificar las fake news –discrepo, porque muchas de ellas provienen de los canales oficiales, institucionales, con mensajes muy sutiles–, y que el 80% se considera “muy informado”. Asimismo, un 60% considera que los medios no informan de manera libre e independiente, pero, claro, cómo lo van a hacer si se benefician de millones de euros de dinero público, grandes subvenciones que dificultan, por decirlo suavemente, la fiscalización del poder. Sea como sea, aquí también pagan justos por pecadores, y la falta de credibilidad es un mal que afecta al sector y que solo el sector puede revertir. Y la originalidad y la innovación no pueden faltar en este proceso. Hay que ponerle remedio antes de que sea tarde.