A la alcaldesa de Barcelona le resulta de aplicación una de las cosas que sostenía Alfred Adler, uno de los socios de Sigmund Freud y que fue considerado iniciador de la psicología individual: “Es más fácil luchar por unos principios que vivir de acuerdo con ellos”. Ada Colau tenía esta última semana una cita con la justicia por la concesión de subvenciones desde su cargo a entidades en las que colaboró antaño como empleada. Y lo llevó mal. No figura en su imaginario rendir cuentas o actuar con la transparencia que exigió a los demás cuando era una activista o una candidata.
La alcaldesa y su equipo de Barcelona en Comú pusieron en marcha lo que parece una campaña de defensa basada en lanzar un supuesto buen ataque. En redes sociales y en cualquier comparecencia pública se culpaban a los lobbies de su mala suerte, de su paso por los juzgados y de la imposibilidad de hacer lo quieren y como quieren. Por si las empresas de suministros o las inmobiliarias resultaran insuficientes como responsables de su mala fortuna política, después la emprendieron con los medios. Nos hemos acostumbrado a esta forma de proceder por parte de una izquierda sectaria más preocupada por su imagen que por la de la ciudad. Un totalitarismo de nuevo cuño.
Desde hace un tiempo los impuestos de los barceloneses financian las réplicas que los servicios jurídicos municipales realizan en nombre del equipo de gobierno de los comunes contra cualquier información publicada por este medio o por Metrópoli Abierta que afecte a la alcaldesa o a su guardia de corps. Avanzamos posiciones: han pasado de calificarnos de digitales de ultraderecha a considerarnos su particular martillo de herejes. Algún día deberíamos conocer cuánto dinero público ha empleado la alcaldesa en las horas que los abogados municipales consignan a ese fin, en procuradores y qué cosas de verdad importantes se han dejado de hacer mientras se ocupaban de nosotros. Ah, y cuánto ha invertido en los palmeros periodísticos acríticos con su gestión para que actúen como coro informativo de salvación.
Ni Crónica Global ni Metrópoli Abierta han cambiado --a pesar de las pretendidas presiones jurídicas-- la esencia de sus informaciones con respecto a Colau y los suyos (jamás hemos recibido réplica alguna de las concejalías en manos del PSC o rectificaciones del resto de partidos) y como dicta la legislación nos hemos limitado a facilitar el uso de la ley de rectificación para divulgar réplicas que hubieran sido innecesarias si hubieran respondido cuando se les preguntaba antes de elaborar las informaciones.
En cualquier caso, la batallita que nos plantean la pierden por goleada. Nada dicen ni ellos ni los medios de comunicación que viven de la millonaria inversión de Colau en publicidad institucional del revolcón mayúsculo que les propinó un tribunal a resultas de una información de Crónica Global en la que se alertaba de que las empresas de mensajería habían dejado de distribuir en alguna zona de la Ciudad Condal por la inseguridad que vivían sus repartidores. La alcaldesa dijo que era mentira y pretendió obligarnos a rectificar (en el sacrosanto nombre de la ciudad) una información que la justicia dio por buena. Solo en una ocasión durante su gobierno hemos cometido un error con una noticia relativa a ella y como profesionales serios pedimos excusas antes de 24 horas a la propia afectada y, sobre todo, a la audiencia.
Volvamos al caso subvenciones. A la alcaldesa con dotes de actriz solo le faltaron esta semana unas lágrimas de las que acostumbra para redondear todos sus males. Los problemas de Barcelona la alejan ya en las primeras encuestas de intención de voto de la vara de mando municipal. Pero Colau y la parte más radical de su equipo de colaboradores parecen disfrutar hasta el último minuto de la doctrina belicista que sostiene que para su política es mejor morir matando. Lo hicieron en 2015 al ciscarse con Xavier Trias y su supuesta fortuna suiza. No pidieron perdón por el error, pero ayudaron a que perdiera las elecciones. Matar, doblegar a los adversarios, hacer daño en genérico. Sí, pero con una condición: salvaguardar la imagen personal de la dirigente, que ya es el único activo electoral relativo con que cuentan los Comunes.
De ahí nacía su interés por esquivar los juzgados con un perfil bajo. Este medio explicó en exclusiva cómo se intentó que la alcaldesa accediera a la Ciudad de la Justicia por el parking reservado a los detenidos al efecto de evitar las cámaras y a los periodistas. Los jueces le dijeron que ni hablar del peluquín. Sorprendente petición de quien prometía viajar en el transporte público hasta que probó la confortabilidad del coche oficial; cobrar solo 2.000 euros al mes hasta que lo revisó; o de quien no tenía problema en el pasado para exhibirse ataviada como la abeja Maya y reventar un acto de vivienda organizado por algunos concejales que entonces formaban parte de la línea política que hoy defiende la alcaldesa. Y no fue lo único que intentó para salvar esa comparecencia en sede judicial. Los comunes se llevaron a un grupo de partidarios a las puertas de la infraestructura judicial para que gritaran proclamas a su favor. Tal desatino coincidió con otro análogo y los extremistas de Vox hicieron lo propio, pero en su contra. Esperpento total.
Seguro que Colau no recibirá ningún castigo en los tribunales por las subvenciones concedidas a los buenos amigos. No parece que haya delito, sino una irregularidad moral y una actitud nepótica y clientelar que no forma parte del código penal, sino del moral. Es otra cosa. Fue Albert Camus quien dijo que la integridad no tiene necesidad de reglas, y justo es lo que se esperaba de la primera edil de la Ciudad Condal, que fuera íntegra y éticamente justa en su gobernanza. Por dos razones principales, la primera porque esa es una divisa histórica de la izquierda a la que pertenece y, la segunda, porque si lo predicó como argumento electoral ahora debería dar ese trigo a la ciudadanía.
Las obsesiones de Colau son una pérdida de oportunidad, pero además ya resultan cómicas. El victimismo que practica y que tanto se asemeja al del soberanismo independentista tiene credibilidad nula entre los barceloneses en general, pero incluso ya resulta visible para sus votantes. La recta final del mandato de la política que ha decidido sepultar a Barcelona en la inanidad tiene, pues, un componente tragicómico que aún puede alumbrar nuevos espectáculos políticos emanados de su numantismo resistente a la crítica. Colau y los suyos están tristemente empecinados en que se puede gobernar Barcelona contra una parte importante y hasta mayúscula de la propia Barcelona.
Esa incultura del pacto, esa aversión al consenso, esa actitud de generar un relato arrogante porque yo lo valgo y los demás me lo impiden puede suponer una factura electoral desproporcionada en mayo de 2023 para el entorno colauita. Y lo curioso del asunto es que la misma mujer que aparenta preocupación por huir de la fotografía en los juzgados puede quedar retratada dentro de poco como la política que durante ocho años maltrató una ciudad abierta y cosmopolita por sus incapacidades para la gestión y sus fijaciones con el contexto en el que le tocaba gobernar.
Tras unos años al frente de la corporación local (que no de la ciudad) convendría que releyera a Ortega y Gasset, sobre todo en los 13 meses que le quedan de permanencia en el sillón presidencial: “El mando debe ser un anexo de la ejemplaridad”. Quizá la llorona, cabreada y victimizada alcaldesa pueda comprender el alcance de ese aforismo sin necesidad de que nadie le haga una traducción práctica. A las malas la corte de asesores y subvencionados de los que se rodea le podrían echar una mano.