Unos valores culturales, unas ideas, es lo que mueve, en realidad, a las sociedades. Hay conflictos económicos, diferencias sociales, puntos de vista muy distintos sobre la fiscalidad, pero lo que prevalece a medio y largo plazo es un poso cultural, que se instala y que define y condiciona las actuaciones del poder público. Y en Cataluña distintas personalidades y formaciones políticas han ido ganando esa batalla. En su descargo, antes de pasarles cuentas, se debe decir que la sociedad catalana ha sido tensionada hasta niveles nunca vistos. Primero, por una crisis económica muy dura, con consecuencias todavía latentes, como fue la crisis financiera y económica que arrancó en 2008. Segundo, por el movimiento independentista, en gran medida producto de la crisis económica. El caso es que se fue desarrollando una cultura política adversa a la autoridad, a los poderes públicos y en contra de los cuerpos de seguridad, como se ha visto en los distintos 'botellones' e incidentes en la ciudad de Barcelona.

Esa actitud podría ser comprensible, siempre que se supiera canalizar. Lo que ha ocurrido, --y es el único caso geográfico—es que determinados dirigentes políticos quisieron aprovecharse de ello, y arrastraron a los que habían pasado –no quiere decir que lo fueran—como líderes serios y con capacidad de gestión. Recordemos lo que sucedió el 22 de enero de 2015, por ejemplo. El pleno del Parlament aprobaba por unanimidad “trasladar a la Fiscalía la conveniencia de revisar todas las actuaciones judiciales derivadas de los hechos del 4F, si como resultado de lo expuesto en el documental titulado ‘Ciutat Morta’ –difundido en TV3 en horario de máxima audiencia—se puede considerar que no hubo una investigación cuidadosa, incluidas las denuncias por delito de lesiones que en aquel momento se archivaron”.

Se trataba de un documental auspiciado por la CUP que en ese momento marcaba ya la agenda política al Govern de la Generlitat. Durante todo ese año sus presiones fueron constantes. Y acabaría 2015 con la salida de Artur Mas, tras las elecciones, por el veto de la CUP. Llegaba Carles Puigdemont, condicionado desde el inicio por la CUP. En ese camino el esfuerzo también fue notorio por parte de los Comuns de Ada Colau. Los ‘progresistas’ se habían escandalizado con el documental, que luego se supo que respiraba una total falsedad, con Rodrigo Lanza como protagonista, que fue quien dejó tetrapléjico a un guardia urbano, y tiempo después autor de un asesinato en Zaragoza. Era el momento. El documental se había pasado pocas semanas antes de la decisión del Parlament, y los meses siguientes fueron clave para que los Comuns pudieran preparar las elecciones municipales, que posibilitaron la acaldía a Ada Colau.

El rechazo a la autoridad, la presunción de culpabilidad siempre situada en el agente de policía, el juego de ser antisistema –la CUP obtiene excelentes resultados en barrios y localidades de renta alta--, la idea de que se debe acabar con el “régimen” se había instalado. Esos aires los quiso respirar también ERC, porque tiene una franja de electores en la frontera con la CUP, y porque quedaba bien diferenciarse de los exconvergentes, con quien dirimen una curiosa controversia de lucha de clases.

Llegaron más incidentes, tras la sentencia del 1-O, en octubre de 2019, y pocos meses después, las manifestaciones en contra de la entrada en prisión del rapero Pablo Hasel. Y esos mismos dirigentes, de los Comuns, de la CUP, de ERC y también de Junts –no podían ser menos porque no quieren ser tachados nunca más de burguesía de derechas—comenzaron a justificar los disturbios: pobres independentistas, que veían a sus dirigentes en la cárcel, o pobres jóvenes que viven en la precariedad. Todo servía para arrinconar a las fuerzas del orden que ya no saben qué papel exactamente deben cumplir.

Y esa capa cultural del rechazo a la autoridad ha llegado hasta la actualidad, que no permite señalar a los culpables de los incidentes ni decir con claridad, por ejemplo, que los niños deben estar con sus padres, y que los jóvenes procedentes del Magreb que emigran deben ser devueltos con sus padres, lo que implica una intensa ayuda a esos países de origen y a ser más responsables.

Hay muchas cosas que es difícil decir en Cataluña, porque se ha ido imponiendo una cultura política que lleva años trabajando discursos y actitudes. ¿Puede la sociedad catalana abrir los ojos y recuperar su fuerza y el sentido común? Una buena prueba para saberlo serán las elecciones municipales de mayo de 2023, en Barcelona.