El 3 de octubre de 2017 el jefe del Estado se dirigió al país en un discurso televisado sin previo aviso. Era la segunda vez que ocurría en 36 años. El 23 de febrero de 1981, su padre había tenido que hacerlo para anunciar el fracaso del golpe de Estado y tranquilizar a los ciudadanos.

Felipe VI intervenía para asegurar el mantenimiento del imperio de la ley y conminar al Gobierno a que diera los pasos necesarios para conseguirlo: la intervención de la autonomía catalana.

Dos días antes, Mariano Rajoy se había mostrado incapaz de impedir la celebración de una consulta ilegal sobre la separación de Cataluña del resto de España, y brindó la campaña publicitaria más efectiva que el soberanismo jamás había tenido en sus manos con las imágenes de una represión policial desmedida e injustificable.

Con ese capital político, la Generalitat se disponía a poner en marcha la declaración de independencia --simbólica, según aclararon después sus promotores-- y lanzaba a los catalanes contra España en una huelga patriótica “por la dignidad”, que paralizó el país, especialmente en la Administración: prometió a los funcionarios no descontar el sueldo de la jornada.

Ese mismo día se produjo la intervención del monarca. Algunos de los observadores nacionalistas más influyentes le reprocharon que no utilizara el catalán, una crítica que evidencia hasta dónde habían llegado las cosas. Mientras en Madrid se contemplaba el desafío como una amenaza al corazón del Estado, en Barcelona personajes de primera fila ponían el foco en la ausencia de guiños empáticos en el discurso de la jefatura del Estado.

Y nueve meses después, los mismos protagonistas de aquella asonada ponen a Felipe VI en la diana mientras no cesan de repetir palabras ya vacías como diálogo y negociación. Han intensificado la ofensiva durante su viaje a Estados Unidos en un intento de provocar otra crisis en una coyuntura delicada, con un Gobierno recién surgido de una moción de censura, que cuenta con el apoyo de apenas 84 diputados, y con el que era el primer partido del país en la mesa de operaciones.

Si alguien creía que el cambio de inquilinos en la Moncloa y en el Palau iba a suponer una distensión de las relaciones entre la Generalitat y la Administración central, quizá que deba quitárselo de la cabeza. En el independentismo hay quien se guarda de cruzar línea roja de la ley, habida cuenta de sus evidentes consecuencias, pero la búsqueda de caminos para mantener la tensión y debilitar el Estado parece inagotable.

Y ahora le toca al Rey: la consigna es crear un conflicto en torno a su figura y a cada una de sus visitas a Cataluña, como hacía el mundo de Herri Batasuna en los años de plomo con Juan Carlos, y como quedó registrado para la historia en el abucheo de la Casa de Juntas de Gernika el 4 de febrero de 1981, en vísperas del 23-F.