El Ministerio de Trabajo ha pactado con los sindicatos el texto del nuevo Estatuto del Becario, contemplado en la reforma laboral del Gobierno de coalición entre el PSOE y Unidas Podemos; un texto que no ha convencido a la patronal, tampoco a los rectores de las universidades españolas ni a las organizaciones estudiantiles.

El perfil de quienes están a favor y en contra del texto es suficientemente indicativo de por dónde van los tiros. Tanto Yolanda Díaz como UGT y CCOO se han propuesto acabar con los abusos laborales que se dan en los contratos de estudiantes universitarios y de formación profesional, y se les ha ido la mano de tal manera que incluso han prohibido las prácticas extracurriculares. Una forma eficaz y drástica de acabar con situaciones irregulares, pero tan exagerada como amputar el dedo para acabar con el uñero.

El enfoque laboral del proyecto parece ignorar el objetivo central de la figura del becario, que no es otro que el desarrollo sobre el terreno de lo aprendido en clase, llegar a ganarse la vida como profesionales productivos para las empresas que los contraten una vez graduados.

De ahí que la ley impida que la plantilla de una compañía esté compuesta en más de un 20% por aprendices universitarios, de la misma manera que establece un límite de cinco meritorios por cada tutor. ¿Pero qué empresa puede dedicar la jornada completa de un empleado –cualificado-- a enseñar a jóvenes estudiantes, pagar su sueldo, además de la Seguridad Social –bonificada-- de los aprendices, sus gastos de transporte, alimentación y alojamiento si no viven en la misma ciudad?

Todo lo que ha trascendido del proyecto va en esa línea. En realidad, es más una nueva ley contra el fraude en la contratación que lo que dice su prometedor título oficial.

Tampoco da la impresión de que sus redactores se hayan ocupado jamás de tutelar a un becario, de preparar su programa de trabajo, corregir sus errores, enseñarle lo que no viene en los libros; de ayudarle en definitiva.