Esta semana se cumple el 40 aniversario del Manifiesto de los 2.300. Aunque el Manifiesto por la igualdad de derechos lingüísticos en Cataluña (ese era su nombre real) se acabó publicando el 12 de marzo de 1981 en Diario 16 (dirigido entonces por un jovencísimo Pedro J. Ramírez), el texto estaba listo el 25 de enero y su presentación estaba prevista para finales de febrero, pero el intento de golpe de Estado del 23F la retrasó algunas semanas más.

El manifiesto había sido promovido por intelectuales y profesores procedentes, entre otros ámbitos, de la Federación Catalana del PSOE que tres años antes había sido asimilada por el PSC.

El escrito alertaba de la deriva que apuntaba la Generalitat (al frente de la que Jordi Pujol no llevaba ni un año --tras ganar las elecciones de marzo de 1980--) en materia lingüística, discriminando a los catalanes castellanohablantes con “el manifiesto propósito de convertir el catalán en la única lengua oficial de Cataluña”.

Ponían algunos ejemplos que demostraban esa tendencia, como la “presentación de comunicados y documentos de la Generalitat exclusivamente en catalán”, las “nuevas rotulaciones públicas exclusivamente en catalán”, el reparto de subvenciones culturales únicamente a proyectos realizados en catalán, y el “intento de sustitución del castellano por el catalán como lengua escolar de los hijos de los emigrantes”.

Además, lamentaban que todo esto estuviera ocurriendo “sin que el Gobierno central o los partidos políticos parezcan dar importancia a este hecho gravísimamente antidemocrático”.

No fueron los únicos que en aquella época denunciaron el peligro del nacionalismo catalán que encarnaba Pujol. El 16 de abril, La Vanguardia publicó la carta que el expresidente de la Generalitat Josep Tarradellas mandó al director del periódico. En ella advertía de las nefastas consecuencias para Cataluña y para todo el país que, a largo plazo, traería el victimismo y sectarismo de las políticas que Pujol comenzaba a implantar.

El nacionalismo catalán respondió de inmediato. El 21 de mayo, la banda terrorista Terra Lliure secuestró y pegó un tiro en una pierna a uno de los promotores del Manifiesto de los 2.300, el entonces profesor Federico Jiménez Losantos.

En junio de ese mismo año (1981) nació la Crida a la solidaritat en defensa de la llengua, la cultura i la nació catalanes, una organización privada regada generosamente con subvenciones de la Generalitat que durante más de una década se dedicó a chantajear, boicotear y sabotear a empresas que utilizaban el español.

Las manifestaciones de la Crida solían acabar en disturbios, lanzamientos de cócteles molotov, quemas de banderas de España y gritos a favor de Terra Lliure. La Crida mantuvo una estrecha colaboración con Herri Batasuna (posteriormente ilegalizada por formar parte del entramado de ETA), cuyos líderes participaban en sus actos, hasta el punto de que ETA se fijó en la Crida como referente para montar un grupo de presión callejera en Euskadi. De hecho, la banda terrorista reclutó algún exmilitante de la Crida para el comando Barcelona.

Entre los promotores iniciales de la Crida estaban Jordi Sànchez y Carles Riera. Hoy son miembros destacados de la cúpula de JxCat y la CUP, respectivamente.

En cambio, la mayoría de las firmas que encabezaron el Manifiesto de los 2.300, ninguneadas y despreciadas --en el mejor de los casos-- o tiroteadas --en el peor--, abandonaron Cataluña en los meses posteriores a su presentación, tras constatar que --como ocurrió con las advertencias de Tarradellas-- ni el Gobierno, ni los principales partidos, ni los grandes medios, ni los sindicatos, ni los intelectuales más destacados se tomaron en serio su denuncia.

Lo que vino después es conocido por todos: aplicación del Programa 2000 de Pujol y CiU para la “infiltración nacionalista en todos los ámbitos sociales” (como tituló José Antich en El País en octubre de 1990); implantación de la inmersión lingüística escolar obligatoria exclusivamente en catalán en todo el sistema de enseñanza de forma ilegal e impune (junto a las leyes de normalización lingüística de 1983 y 1998 --el propio Aznar presionó al Defensor del Pueblo para que no la recurriera--); sucesivos pactos del nacionalismo catalán con el Gobierno de turno para avanzar gradualmente en la desaparición del Estado en Cataluña y su desconexión del resto del país (entre los que destacan el Pacto del Majestic de 1996 con el PP y el Estatut de 2006 con el PSOE); utilización sin contemplaciones de la estrategia del agravio... hasta llegar al previsible intento de secesión unilateral de 2017.

Hoy pocos dudan de que los valientes que se atrevieron a firmar aquel manifiesto en 1981 tenían razón. Lamentablemente, nuestros políticos, empresarios, sindicalistas, intelectuales y buena parte de la prensa se empeñan en repetir el mismo error: creer que existe un nacionalismo catalán razonable con el que se puede pactar un futuro de prosperidad, convivencia y respeto.

Lo más asombroso es que, en el próximo intento de secesión unilateral, todos ellos volverán a preguntarse cómo ha sido posible llegar a esa situación.