Pásate al MODO AHORRO
Restos de un accidente de tráfico

Restos de un accidente de tráfico Álvaro del Olmo Efe

Zona Franca

Imprudencias que matan

"Cuando alguien conduce borracho o revisa mensajes mientras circula no está siendo imprudente: está asumiendo el riesgo de matar"

Publicada

En España, matar a alguien en la carretera puede costar menos de lo que vale un coche. Dos años, tres a lo sumo. La reciente sentencia por la muerte de Daniel Mauriz, un joven de 19 años atropellado por un conductor ebrio en Empuriabrava (Girona), ha vuelto a poner el debate sobre la mesa. 

El acusado ha sido condenado a dos años de prisión por homicidio imprudente y abandono del lugar del accidente, una pena que, con los beneficios penitenciarios y la suspensión, puede acabar en nada. En una libertad que duele. Duele, sobre todo, a la familia de Daniel, que lleva más de tres años esperando que se haga justicia.

El atropello ocurrió en octubre de 2021. Daniel volvía a casa después de trabajar en su patinete eléctrico cuando un conductor borracho lo arrolló y huyó a pie. Lo dejaron morir en la carretera. Desde entonces, su familia vive entre el vacío y la impotencia, atrapados en una frase que escuchan una y otra vez: “Ha sido una imprudencia”.

¿Pero hasta qué punto puede seguir llamándose imprudencia cuando alguien conduce bajo los efectos del alcohol? ¿Cuándo decide coger el coche sabiendo que pone vidas en riesgo? En la mayoría de estos casos, las familias no consiguen sentir que se ha hecho justicia. La condena llega —sí—, pero resulta simbólica, desproporcionada, casi insultante.

Los homicidios viales se han convertido en una de las grietas más visibles del sistema penal. Conductores que matan y no pisan la cárcel. Vidas segadas que se reducen a un número en una sentencia.

Y una sociedad que asume, con cierta resignación, que “no hay mala intención”, como si la intención fuese la única medida de la culpa. Como si la tragedia de una familia pudiera medirse en atenuantes.

El Código Penal español sigue tratando muchos de estos casos como errores humanos, no como decisiones conscientes.

El alcohol, la velocidad, el móvil al volante… se agrupan bajo la palabra “imprudencia”, una categoría que amortigua el daño y, en la práctica, reduce las penas. Pero cuando alguien conduce borracho o revisa mensajes mientras circula, no está siendo imprudente: está asumiendo el riesgo de matar.

Esa diferencia, tan evidente en la calle, se desdibuja en los tribunales. La ley sigue atrapada entre tecnicismos y tipificaciones heredadas de otro tiempo. Y así, los accidentes mortales de tráfico se banalizan, se diluyen entre atenuantes, hasta que las víctimas acaban siendo las grandes olvidadas del sistema.

La justicia debería ser, al menos, una forma de consuelo. Pero cuando la sentencia se queda corta, el dolor se multiplica. No solo por la pérdida, sino por la sensación de que la vida de un hijo, de un hermano, de un amigo, vale menos que un trámite procesal.

No se trata de castigar más, sino de castigar mejor. De revisar la proporcionalidad de las penas y adaptar el Código Penal a una realidad donde la conducción temeraria ya no puede considerarse un simple descuido. 

Porque cada vez que un conductor ebrio se pone al volante, lo hace sabiendo lo que puede pasar. Y si lo hace igualmente, ya no es un accidente: es una elección.

El perdón tiene valor, sí. Pero su precio no debería pagarlo siempre la víctima.