En España, durante el primer semestre de 2024, únicamente el 14,8% de los jóvenes entre 16 y 29 años estaba emancipado, según los últimos datos oficiales del Consejo de la Juventud de España (CJE). Es decir, apenas uno de cada siete había logrado vivir fuera de casa con sus propios recursos. Se trata del mínimo histórico desde 2006. Y por si fuera poco, la edad media de emancipación se sitúa en 34,4 años, muy lejos de la europea, que ronda los 26,3.

¿Significa esto que los jóvenes españoles preferimos vivir del cuento? Claro que no. Es cierto que los tuppers de mamá no se encuentran en ningún supermercado y que es cómodo llegar a casa y tener la comida hecha, además de disfrutar de la compañía de los padres. Pero todos sabemos que la vida no consiste en eternizar la adolescencia, sino en crear nuestro propio camino. Y el problema es que la sociedad nos lo pone cada vez más difícil.

Se nos acusa de infantilizados, de no querer crecer, pero lo cierto es que somos la generación de los emprendedores que no pueden marcharse de casa. Una contradicción que retrasa proyectos vitales básicos: consolidar una pareja, tener hijos, construir una familia o simplemente sentirse adulto de pleno derecho. Y Cataluña no queda al margen: aquí la tasa de emancipación apenas llega al 17%, también en caída libre.

Los sueldos no ayudan. Según el propio Consejo de la Juventud, un joven necesita entre el 92% y el 100% de su salario para poder vivir solo en alquiler. Eso hace que la independencia sea prácticamente inviable sin el apoyo de alguien: los padres, una pareja o compañeros de piso. El sueño de “vivir por tu cuenta” se convierte en una rareza estadística.

¿Y si hablamos de comprar vivienda? Entonces entramos en el terreno de la ciencia ficción. En Cataluña, la edad media de los compradores primerizos se acerca ya a los 40 años. Una cifra que contrasta con la de hace apenas unas décadas, cuando a los 40 la mayoría ya tenía hijos y un proyecto de vida consolidado. Hoy, en cambio, esa etapa vital se retrasa de forma inevitable.

Se puede alegar que las prioridades han cambiado: viajar más, más actividades de ocio... Y es cierto. Pero el anhelo de tener un hogar propio no desaparece. La diferencia es que cada vez parece más un lujo que un derecho. En cualquier reunión de amigos surge el mismo tema: ahorrar para un piso es casi misión imposible. Que si el coche, que si estudios superiores, que si los gastos del día a día. Todo suma en una carrera en la que el principal obstáculo sigue siendo el mismo: unos salarios precarios incapaces de acompasar el precio de la vivienda.

Al final, lo que nos queda a los jóvenes es una mezcla de frustración y resignación. Somos conscientes de que queremos crecer, pero nos vemos atrapados en un sistema que convierte algo tan elemental como tener un techo propio en una aspiración lejana. Mientras, seguimos entre tuppers y alquileres compartidos, esperando que algún día la madurez deje de ser un privilegio y vuelva a ser, sencillamente, una etapa natural de la vida.