El monasterio de Montserrat, joya del románico y corazón espiritual de Cataluña, celebró este lunes su milenario. Mil años de historia, cultura y espiritualidad condensados en un acto solemne, con presencia del jefe del Estado, Felipe VI; la reina Letizia; el president de la Generalitat, Salvador Illa, y el ministro de Industria, Jordi Hereu, entre otras personalidades. Un momento de altura institucional… eclipsado únicamente (y mínimamente) por el patetismo de una escena que, por momentos, rozó la parodia.
En una carretera de las que da acceso al monasterio, un centenar de personas —la mayoría jubilados, seguramente sin segundas residencias donde pasar este maravilloso puente de Sant Joan— agitaban esteladas y pancartas con coronas invertidas al grito de "Cataluña no tiene Rey".
Mientras la mayoría de catalanes disfrutaba del arranque del verano en cualquiera de los rincones maravillosos de esta tierra, este puñado de nostálgicos del procés se quedaba anclado en el pasado, convocados por la Assemblea Nacional Catalana (ANC) para evitar lo inevitable: que los reyes pusieran un pie en Montserrat. Como si el helicóptero Puma del Ejército del Aire, en el que han llegado los monarcas, fuera a dar media vuelta por cuatro gritos y un par de octogenarios con chaleco. La estampa fue, cuando menos, curiosa.
La protesta no solo fue irrelevante: fue, con perdón, bastante ridícula. No deslució el acto ni un ápice y solo incomodó a los propios manifestantes, encerrados entre vallas y agentes antidisturbios, mientras la cápsula real accedía por una ruta alternativa perfectamente planificada.
Los Mossos d’Esquadra, impecables en el despliegue, contuvieron al grupito de jubilados entusiasmados sin necesidad de recurrir a la fuerza. Dos personas denunciadas, quince identificados, y uno de los organizadores propuesto para sanción. Más allá de esta pequeña anécdota, ningún otro incidente digno de ser llamado tal. Ni tensión, ni boicot, ni épica. Solo melancolía mal digerida.
Resulta difícil no ver en esta escena una metáfora de lo que ha quedado del independentismo más combativo: un grupo cada vez más reducido, envejecido y desconectado de la realidad catalana. Una sociedad que ya ha pasado página y ha entendido que, antes de la anhelada independencia, van la educación, la vivienda, la sanidad y el bienestar del conjunto de catalanes. Necesidades que, durante años, quedaron abandonadas porque el procés lo consumía todo.
Así pues, lo que antes llenaba calles ahora apenas llena una rotonda. Lo que un día fue músculo, hoy es un reflejo atrofiado. Y lo que pretendía ser una “acción de país” se ha convertido en una muestra de desconexión social que roza lo absurdo.
Mientras miles de catalanes disfrutaban del puente de Sant Joan en la costa, en los Pirineos o con sus familias, los restos del naufragio independentista seguían dando vueltas en bucle frente al monasterio, como si los tiempos no hubieran cambiado. Pero han cambiado. Y mucho.