Uno, que ya peina canas en la poca cabellera que le queda, ha visto pasar demasiados presidentes autonómicos como para no detectar al vuelo cuándo un político vale más de lo que aparenta. Esta semana, en Tenerife, con motivo de la entrega de los IV Premios Atlántico Hoy a las Mejores Iniciativas Empresariales —una cita que ya empieza a formar parte del calendario institucional—, tuve ocasión de charlar largo y tendido con Fernando Clavijo. Presidente de Canarias, tipo sereno, educado, raro en la fauna política nacional. De esos que escasean, quizá porque no gritan.

Nos recibió en su despacho. Arquitectura sobria, sin pretensiones. Funcional, como su estilo. Nació en La Laguna en 1971, tiene 53 años. Ambos compartimos el nacimiento en la primera quincena de agosto, aunque con unos años de diferencia a su favor. Los obsesos del zodíaco sacarían punta. Pero no son las estrellas, sino los gestos y las palabras, lo que lo hace interesante.

Canarias queda lejos —en kilómetros y en titulares— del nervio peninsular. Pero Coalición Canaria, su partido, lleva décadas sosteniéndose con una extraña fórmula: la del sentido común. Gravita en ese centro que ya no cotiza en la Bolsa de Madrid, pero que el país añora sin decirlo. Es nacionalista, sí. Pero nada que ver con el modelo victimista o identitario. Su nacionalismo es de petición razonada: más policía, más recursos, más Estado. Nacionalismo de más España.

Se lo dije sin rodeos —a determinadas edades uno ya no viaja para disimular—: lo suyo no tiene que ver con Cataluña ni con el País Vasco. Y lo admitió, sin complejos: el nacionalismo canario es el más español que hay. Sonrió. Deportividad política en tiempos de hipersensibilidad institucional. Diría que es una especie de regeneracionista con traje, como un Joaquín Costa insular con competencias transferidas y trato educado.

La conversación derivó hacia uno de esos asuntos que, salvo Clavijo, todos sortean: la inmigración. Y ahí soltó una perla que merecería una portada: las únicas comunidades que se ofrecieron a acoger de forma efectiva a menores migrantes fueron —ironía sobre ironía— Cataluña y el País Vasco. Ni Ayuso ni los autoproclamados guardianes de la unidad patria. Nada. Cuando la solidaridad se mide en camas y en recursos, muchos desaparecen del mapa.

Clavijo no dudó en elogiar a Salvador Illa: “Tranquilo, resolutivo, efectivo, solidario”. Le gusta incluso a un presidente de centro derecha. Y eso, créanme, habla bien de ambos. De uno por decirlo, de otro por inspirarlo.

En una España instalada en la sobreactuación permanente, con Koldos, Cerdanes, pelotazos y conspiranoias de saldo, encontrarse con un político que no imposte, que no gesticule, que no viva del aspaviento sino de la gestión, es casi milagroso. Clavijo no reparte zascas en Twitter, ni lanza fuegos artificiales en rueda de prensa. Pero gobierna. Escucha. Se mueve con zapatillas cómodas y mochila de estudiante. Hace política. De la buena. De la que se nota en la vida de la gente.

Y encima, el muy jodido, sonríe.

Y eso —no lo duden— empieza a escasear.