Recuerdo que mi madre me revisaba el bolso. Tenía doce o trece años, no más, y lo hacía para ver si encontraba restos o indicios de tabaco. Era su forma de cuidarme, creyendo que así podía frenar unos vicios para los que yo aún era demasiado joven, o al menos mantener a raya ciertas sustancias y asegurar que yo entendiera que si alguna vez caía en ellas, ella se acabaría enterando.
Era su manera —ingenua, sí, pero firme— de querer mantenerme alejada de todo aquello que no correspondía a una niña de tan corta edad.
Hoy, muchos padres se piensan que sus hijos están a salvo porque son pequeños, porque están bajo su cobijo... Pero lo que no saben es que la droga ya no llega por una esquina oscura, ni se pide al amigo mayor de edad que la compre por ellos. Hoy la droga que consumen muchos adolescentes entra por la puerta de casa. Se compra por internet, se paga con su tarjeta bancaria, y llega legalmente envuelta en una cajita que parece inocente.
Se trata del óxido nitroso, aunque muchos lo conocen como gas de la risa. Un gas que se utiliza legalmente en hospitales o cocinas, pero que adolescentes y preadolescentes inhalan con globos para colocarse.
La escena se repite cada fin de semana, cuando policías locales de toda Cataluña recogen decenas de botes metálicos vacíos en parques, ven a chavales tambaleándose y atienden a unos pocos con quemaduras en la boca y, en los peores casos, en los conductos respiratorios.
Lo más grave no es solo que esto ocurra, sino que lo hemos normalizado. Sobre todo, los menores. Como es legal, no hace daño. Que si se ríen, es divertido. Pero no lo es.
Este gas, que provoca euforia durante unos segundos, también puede causar asfixia, pérdida de conciencia e incluso daños neurológicos irreversibles. Las urgencias hospitalarias lo saben. Las policías locales lo ven cada verano. Pero parece que es una realidad que muchas familias no quieren ver: "El mío no consume estas cosas", se repiten.
La realidad, además, es que la inmensa mayoría de estos chavales no vienen de entornos vulnerables. No hablamos de niños en entornos conflictivos, sino de menores con rutinas, deberes, casa y familia. Pero también con acceso a pantallas sin filtro ni control, con referentes en redes que romantizan el consumo, y venden un discurso en el que confunden disfrutar con drogarse.
Muchos lo hacen porque está de moda, porque lo vieron en TikTok, porque nadie les dijo que podían acabar con daños irreversibles para el resto de sus largas vidas. Y aquí es donde hace falta una reflexión colectiva. ¿Dónde están los adultos? ¿Dónde está el control parental? En mi adolescencia, y tampoco hace tanto de eso, no había movimiento en ese incipiente internet sin que mis padres lo supieran.
Ahora, esas charlas incómodas se las dejan a cargo de las redes sociales. Y, como en muchos otros temas relacionados con la infancia y la adolescencia, necesitamos que padres, madres, profesores y pediatras pongan nombre al problema. Que revisen los pedidos online y las mochilas de sus hijos. Que hablen con ellos sin miedo, sin juicio, pero con firmeza. Como cuando mi madre me revisaba todos los bolsos y me decía: "No fumes eh, aunque ya sabes que tengo ojos en todos lado". Y yo, me lo creía.
Y es que cuando la droga entra en casa por la puerta principal, el peligro es aún mayor: no hay alarma, no hay prevención, no hay reacción. Solo hay una infancia que idealiza el colocón y banaliza el daño, que aspira globos en lugar de aspirar sueños. Y si no despertamos a tiempo, esta vez no nos va a hacer tanta risa.