Las quiebras empresariales están subiendo como la espuma en España. Durante los cinco primeros meses del año estallaron 4.500, con un incremento del 15% sobre el mismo periodo del ejercicio anterior. O sea que cada día, incluidos fines de semana y fiestas de guardar, hubo nada menos que 30 percances. Por cierto, en 2024 su número engordó un 22%, hasta alcanzar en total los 9.000.

Como ya es habitual, Cataluña exhibe el dudoso honor de encabezar esta siniestra clasificación. En el intervalo enero-mayo se derrumbaron 1.230 firmas vernáculas. Es decir, la cuarta parte de los descalabros se concentró en el nordeste peninsular. La comparación con Madrid es desoladora, pues en la meseta central, que cuenta con un PIB similar, sólo se hundieron 822 sociedades.

Los lectores de Crónica Global reciben puntual noticia de los principales fiascos que ocurren por nuestras latitudes semana tras semana.

Cada negocio es un mundo, pero de un tiempo a esta parte menudean los que sucumben tras haber sufrido lo indecible durante la pandemia. Los decretos de Pedro Sánchez, que permiten no computar las pérdidas experimentadas por el Covid, han resultado ser un mero parche. La cruda realidad de los balances devastados no puede ocultarse con magia contable o con apaños cosméticos, que equivalen a una burda patada hacia adelante.

También predominan, entre las empresas que se desmoronan, las que arrojan ruinas extremas, carentes de activo alguno. De ahí que los administradores se pongan en manos de los tribunales mercantiles para enterrar sus engendros y librarse de todo lastre.

Es un hecho palpable que las suspensiones de pagos clásicas se extienden como mancha de aceite. No es menos cierto que las relativas a personas naturales andan literalmente desbocadas. En el periodo enero-mayo se han disparado como un cohete espacial casi un 50%. Si perdura tan endiablado ritmo, este año se acogerán a la insolvencia cerca de 80.000 individuos.

Como quiera que en 2020 se registraron 6.800 casos, no hay que ser un lince para colegir que el ascenso de las bancarrotas particulares es exponencial. Por fortuna, la situación catastrófica que acarrearía tal debacle para nuestra sociedad se ha paliado de forma sustancial.

Me refiero a la llamada “ley de la segunda oportunidad” o LSO, a la que están recurriendo en masa los españoles. Permite, a quienes arrastran deudas pretéritas de imposible devolución, hacer borrón y cuenta nueva y liberarse de ellas para siempre. Con tal fin, basta con que insten la quiebra y pidan al juez que les exonere del pasivo insatisfecho.

Los que solicitan tal privilegio son, generalmente, o bien pequeños autónomos y empresarios, o bien sujetos que contrajeron préstamos al consumo para sufragar gastos o adquisiciones.

En este último supuesto abundan los que obtuvieron financiación de los intermediarios del dinero u otros traficantes de corte usurario, que los machacan con unos intereses leoninos.

Antes de promulgarse la LSO, los agujeros se acarreaban de por vida y los prestamistas perseguían a los prestatarios hasta el final de sus días. Incluso después de sepultados, hostigaban sin tregua a sus sucesores.

Ahora, una vez despachados los trámites judiciales, la vigente regulación brinda a los ciudadanos y ciudadanas un salvavidas formidable para librarse de las cargas del pasado, obtener el perdón de los pasivos y emprender nuevas singladuras vitales. Así lo testifica el impresionante auge de los concursos personales.