Abran la ventana. Asómense al balcón. Salgan a la calle. ¿Lo oyen? Son los miles –¡qué digo miles!–, los millones de ciudadanos, entre los que se cuentan infinidad de nouvinguts, que reclaman, si no exigen, la oficialidad del catalán en la Unión Europea.

Como se aprecia del silencio que habrán escuchado –bonito oxímoron, por cierto–, es este un asunto de mucha relevancia para la ciudadanía catalana, española y europea. Es la palanca que debe activar todas las mejoras sociales. Sin ello, la miseria.

Es uno de los asuntos informativos del momento, pero no porque se trate de una necesidad de la sociedad, sino de una imposición política que viene a reconfirmar lo que se da por hecho: que los mal llamados representantes del pueblo gobiernan para sí mismos.

Porque, que nadie se engañe ni se lleve una sorpresa: el asunto de oficializar el catalán en Europa es una exigencia de un prófugo de la justicia española para dar apoyo al hombre que le ha prometido la amnistía. Entre ellos dos anda el juego.

Ya pueden venir unos y otros a despotricar de los fachas del PP y de la ultraderecha que ha impedido que, por ahora, se pueda hablar en catalán en Europa. El discurso es el que es. Y el objetivo que se persigue, también. Ni derechos lingüísticos ni de otra índole. Humo.

Esto no significa que, hecho con cabeza y con servicio real a la comunidad, el catalán no pudiera o debiera tener un cierto reconocimiento en ámbitos concretos y donde este registro tuviera un impacto verdadero y tangible. No es el caso que se plantea.

De hecho, uno de los argumentos de la Generalitat para defender a ultranza la catalanización de Europa es que los ciudadanos podrán “relacionarse con cualquier institución europea en catalán”.

Vamos a ver, ¿cuántos ciudadanos catalanohablantes se dirigen a estas instituciones, o consultan los tratados comunitarios? ¿Por un puñadito de personas hay que montar todo lo que quieren montar, aunque no haya datos exactos sobre el coste que supondría?

Sin olvidar que este asunto abriría la puerta a otras lenguas, muy minoritarias, a exigir el mismo trato. Jaleo al canto. Es el cuanto peor, mejor. De todos modos, no está de más mencionar que, entre las 24 oficiales, hay algunas con menos hablantes que el catalán.

Eso, si nos creemos el discurso oficial de que el catalán cuenta con diez millones de hablantes –pese a que, y eso no se cuenta, no todas estas personas, ni mucho menos, exigen su oficialidad en Europa–.

Otro de los argumentos del Govern es que esta oficialidad supondría un “aumento del valor simbólico y de autoestima”. Apelar al sentimiento nunca falla en asuntos identitarios. Y es una semillita que puede acabar muy mal, igual que ocurrió con el procés.

Por lo tanto, habiendo tantas urgencias, la oficialidad del catalán en Europa, siendo una lengua con tantos hablantes y exenta de peligro durante muchas décadas, no debe pasar por delante de asuntos como la vivienda y la seguridad, mucho más prioritarios.

A todo esto, Sánchez vuelve a ganar. Él lo ha intentado. Queda más o menos bien con quienes le chantajean y tampoco sale escaldado por quienes ponen el grito en el cielo por estos movimientos. Sin perjuicio de que se deba proteger y mimar el catalán. Como a todas las lenguas.