En Cataluña, la política ya no exige claridad. Con parecer distinto, basta. Así se abre paso Sílvia Orriols, alcaldesa de Ripoll, madre de cinco hijos y lideresa de Aliança Catalana. Su entrada en el Parlament no solo inquieta, descoloca. Porque no levanta la voz, pero su discurso sí. Y cuando habla, lo hace con tono sereno, dicción y verbo impecable y una cortesía que multiplica el impacto de lo que dice.

Las encuestas son claras: podría pasar de los actuales 2 a 14 o 16 escaños en el Parlamento catalán. Pero, ojo, podría situar hasta a dos de sus representantes en el Congreso de los Diputados, los mismos del BNG o de los canarios de CC en los mejores momentos.

Con esas perspectivas ante los ojos, Junts per Catalunya se revuelve en el seno de su desorganización. No solo unos nuevos actores les disputan el espacio, sino que lo hacen con su propio relato. La mayor diferencia es que no aplican los matices que durante años funcionaron de barniz ideológico. Orriols representa la versión destilada del nacionalismo que Jordi Pujol cultivó en silencio: patria, lengua e identidad sin pedir perdón ni buscar metáforas.

Y da miedo a unos y otros. Un consejero del actual Govern lo resume así: “Con Vox te puedes tomar un café después del pleno. Con Orriols, imposible”. No es enemistad; es distancia estructural. Ella no negocia, no bromea, no comparte. Su sola presencia descompone los códigos de una política catalana adicta a la comedia coral.

Y, sin embargo, Junts simula sorpresa. Marca distancias con Aliança y Vox, tildándolos de extrema derecha, como si eso bastara para eximirse. Pero el nacionalismo excluyente de base tradicionalista que hoy les escandaliza lo sembraron ellos. Durante años, dibujaron una Cataluña ideal que excluía sin necesidad de gritar, un nuevo carlismo. La diferencia con Orriols es solo de estilo: ella verbaliza sus pensamientos sin el mínimo reparo.

La figura de Carles Puigdemont no es ajena a esta genealogía. Desde Bruselas, sigue articulando un relato victimista y emocional que alimenta las mismas pulsiones que hoy Orriols capitalizaría en las urnas. El independentismo fundacional, vestido de solemnidad institucional, abrió el camino a su versión sin filtros.

Ripoll no es un decorado neutro. Es la cuna de varios de los yihadistas que atentaron en Barcelona y Cambrils en 2017. Desde entonces, la ciudad se convirtió en símbolo de un supuesto “fracaso de la integración” que Aliança ha convertido en capital político. Orriols explota esos miedos con habilidad. No necesita inventar; le basta con narrar. Y lo hace desde la simplicidad: madre de familia numerosa, catalana de raíz, defensora de “lo nuestro” frente a lo otro.

Su éxito revela algo más profundo: que el votante empieza a preferir la versión sin disimulo. Si hay que hablar de fronteras culturales o lingüísticas, mejor con quien no las disfraza. Junts intenta mantener la diferencia estética, pero ya ni eso cuela. El disfraz cae por desgaste.

La izquierda, mientras tanto, observa con impotencia. El PSC, ERC y los Comuns callan, temiendo que señalar a Orriols la haga crecer todavía más. Como si el miedo fuera estrategia. Gestionan la moderación desde la creencia de que eso es suficiente para contener el avance de un proyecto que no pide permiso.

Pero Orriols no ha caído del cielo. Es una criatura del sistema. Nació en una Cataluña que durante años normativizó la sospecha, convirtió la lengua en frontera y el “nosotros” en muro. Creció bajo las cámaras y platós de TV3, en tertulias que confundían diversidad con amenaza. Hoy, su discurso resuena no porque sea nuevo, sino porque es coherente con todo lo anterior. Solo ha cambiado el tono.

Lo inquietante no es que Sílvia Orriols exista. Lo verdaderamente alarmante es lo reconocible que resulta.