El lío en el Club de Mar de Sitges (Barcelona) aflora una de las viejas dialécticas de la política nacional: todo el mundo tiene parte de razón aunque, a veces, lo que realmente envenena un problema es la incapacidad de la administración para ser flexible y buscar el diálogo y la vía intermedia en los diferentes puntos de vista.
La institución nació en 1952 y lleva décadas siendo referencia en el elegante destino de playa. Es escuela de deportes náuticos y punto de reunión de la Cataluña chic. Más importante si cabe, se trata de un complejo protegido que, de ser derribado, desaparecería para siempre.
También es cierto que el Tribunal Supremo ha avalado el desmantelamiento de la instalación y la restitución natural. Ese fallo es inapelable, y el MInisterio de Transición Ecológica y el Reto Demográfico tiene toda la razón en recordarlo.
Pero como en todo, en la política debería estar el fino arte de hallar la vía intermedia para beneficiar al interés general, o acercarse al máximo al mismo. La delicada senda del consenso que nace entre hacer cumplir una sentencia judicial y preservar un activo turístico de primer orden en la costa catalana.
A menudo, hay quejas --a menudo razonables-- del escaso nivel de los atractivos turísticos del litoral catalán. De aquel mamotreto construido a pie de olas, o de un restaurante de bajísimo nivel que se inclina sobre la arena, en una posición privilegiada que, si nos ponemos puros, difícilmente merece.
No es el caso del Club de Mar, institución decana, social, urbana en la acepción de civilizada, imbricada en el tejido educativo, ciudadano y deportivo y, además, icónica.
Asiste la razón al gobierno municipal de Aurora Carbonell (ERC) cuando se queja de que la Demarcación de Costas no ha presentado proyecto alternativo. No hay plan para después, salvo la entrada de los bulldozers a pie de playa y la vaga promesa de que los 10.000 metros se recuperarán para la ciudadanía.
Como también tienen razón los socios del Club al razonar que existen mil y un hoteles y construcciones a pie de arena en Cataluña que, si apretamos en materia de disciplina urbanística, deberían ir al suelo mañana mismo. La diferencia estriba en la labor social y el atractivo del equipamiento.
No estamos hablando de seis plantas de aparthotel desarrollista en unos humedales protegidos donde anidan las gaviotas. Se trata de una construcción en plena trama urbana que, además, se ha integrado perfectamente en la misma.
La Administración, en este caso la central, debería atender también a estas razones cuando argumente que deben hacerse cumplir las sentencias judiciales. Es evidente que se debe velar por el cumplimiento de los fallos, como lo es también que se deben ponderar sus efectos.
Máxime cuando el derribo inmisericorde del Club de Mar de Sitges abrirá la espita de la demolición de muchos otros centros que se encuentran en el linde litoral. Demoler uno es empezar a hacerlo por los otros. Y, sinceramente, uno se queda con la sensación de que hay desaguisados urbanísticos mucho más lesivos para la vida comunitaria y ambiental.