¿Cómo es posible que, como sociedad, estemos tan enfermos? ¿Cómo hemos podido normalizar el leer noticias sobre cómo los más vulnerables —los menores— son tratados como mercancía, convertidos en objetos de abuso, en víctimas de una violencia sexual tan repugnante y cobarde?

Lo peor es que, si uno se detiene a pensar desde cuándo ocurre esto, se le hiela la sangre. Porque no es nuevo. Y me horroriza pensar que estas prácticas de abuso y prostitución sistemática de menores existen desde que el hombre es hombre. 

Sin embargo, lo peor no germina en el origen de esta atrocidad, sino en que, a pesar de todas las herramientas que tenemos hoy en día, no sólo no lo hemos erradicado, sino que hemos permitido que estos episodios de violencia evolucionen.

¿Cómo? Permitiendo que internet se llene de pornografía infantil. Permitiendo que almacenen y compartan todo este contenido. Esta sociedad enferma transforma el horror en archivos. Se los pasan como quien reparte trofeos, como si documentar la agresión fuese una hazaña, una medalla virtual. Y mientras tanto, el sistema —el que debería proteger, prevenir, castigar— llega tarde, mal o, directamente, no llega. 

Esta semana, en Cataluña, conocimos una de estas historias atroces: la Fiscalía ha pedido 107 años de prisión para un hombre acusado de violar a una menor tutelada y de ofrecerla a otros adultos para que también abusaran sexualmente de ella. No es ficción. No es un caso perdido en el tiempo. Es ahora, aquí, en pleno 2025.

La víctima estaba bajo protección del sistema. Esa es, quizás, la herida más profunda. Porque no hablamos sólo de una agresión sexual. Hablamos de una cadena de fallos estructurales, de negligencias encadenadas, de una sociedad que ha tolerado durante demasiado tiempo lo intolerable. ¿Cómo es posible que una menor tutelada —una niña en situación de vulnerabilidad extrema— acabe siendo moneda de cambio en una red de depredadores?

El caso estremece. Y no sólo por la violencia de los hechos, sino por lo que revela: una normalización social del abuso infantil, amplificada ahora por la tecnología. 

¿Dónde estaban las instituciones mientras este depredador violaba y ofrecía a esta menor de tan sólo 12 años? ¿Dónde estaban los protocolos de las casas de tutelaje? ¿Dónde quedó la vigilancia? No basta con indignarse cada vez que un caso como este salta a los medios. Hace falta una respuesta estructural. 

Se necesitan fiscales y juzgados especializados, cuerpos policiales con unidades potentes contra la pederastia digital y servicios sociales capaces de detectar riesgos antes de que sea tarde. Porque mientras nos preguntamos cómo hemos llegado a esto, ellos siguen actuando. Y cada niño o niña que cae en sus manos es un fracaso colectivo. 

Por desgracia, las cifras hablan por sí solas: cada día, cuatro personas denuncian haber sido o ser  víctimas de violencia sexual en la infancia, lo que se traduce en 1.500 casos nuevos cada año en Cataluña. Espabilémonos, hay mucho trabajo por hacer.