En menos de dos décadas, Cataluña ha pasado de tener un sistema financiero propio —con acento, músculo y mando— a ejercer de sucursal productiva con el ahorro y los fondos de los catalanes con poco que decir y menos que decidir. Lo que fue una constelación de cajas de ahorro, bancos medianos y consejos de administración con olor a Mediterráneo se ha convertido en un desierto inoloro de logos forasteros y ejecutivos con despacho en Madrid.
Ahora que el BBVA lanza una OPA hostil sobre el Banco Sabadell —la última entidad con algo de acento regional y ADN industrial catalán— el sistema empresarial reacciona. Lo hace con manifiestos, declaraciones institucionales y reuniones discretas en el Círculo de Economía. Todos piden lo mismo: que el Gobierno pare el golpe. Y si puede ser, sin dejar huellas.
Lo curioso es que esta súbita defensa de la catalanidad financiera llega cuando los riesgos políticos ya no existen. La independencia está más fría que la nevera del Ritz. La estabilidad institucional es razonable. Y aun así, el capital financiero catalán sigue encogiéndose. Quizás no era solo cosa del procés, después de todo.
Pedro Sánchez, en modo estadista institucional, se dejó ver esta semana por Barcelona. En un aparte con Josep Sánchez Llibre, presidente de Foment, parecía mascarse el pacto: “Tranquilo, ya he montado una consulta pública para que parezca que lo frenan los técnicos. Pero vosotros tenéis que empujar”. Pocas horas después, todas las organizaciones empresariales relevantes firmaban un comunicado contra la OPA. Coordinación no faltó.
Salvador Illa, por su parte, ha entendido que si quiere ejercer de president serio, más le vale que el mapa económico no se le deshaga entre los dedos. De ahí que, aunque se oponga a las intenciones del BBVA, no vea con malos ojos un modelo Banesto, ese artilugio que Emilio Botín se sacó de la manga en 1994: compra, pero sin disolver. Es decir, que el BBVA compre, sí, pero mantenga marca, sede y estructura del Sabadell. ¿Por romanticismo? No. Por pymes, por crédito, por capacidad de influencia. Y por no quedarse sin herramientas cuando llegue la siguiente negociación fiscal.
La cosa no va solo del Sabadell. Va también de La Caixa, o mejor dicho, de CaixaBank. Porque tras la fusión con Bankia y el traslado de sede a Valencia (gracias, procés), la vinculación con Cataluña se volvió líquida. Incluso así, es la única entidad de gran tamaño con cierta memoria institucional catalana. Lo saben sus directivos. Lo sabe Isidro Fainé. Y lo sabe Illa, que no quiere jugar en campo ajeno ni con pelota prestada. Su mirada se ha tornado muy desconfiada hacia ese entorno.
Cataluña, recordemos, no fue solo fábrica y comercio. También fue banca. Y no solo la Banca Catalana de Jordi Pujol. Desde Francesc Moragas, pasando por Enrique Luño Peña, hasta Samaranch, Vilarasau, Fornesa… Todos construyeron poder financiero con acento propio y visión de país, la obra social, por ejemplo. Luego vino 2008, la purga bancaria, y las fusiones forzadas. El BBVA se quedó con buena parte de lo que el sistema había tejido desde el siglo XIX. Y ahora viene a por la pieza que falta.
Si el BBVA engulle al Sabadell, el mapa financiero español se jibariza, pero el catalán directamente se borra. Se gestionará desde Madrid, se decidirá desde Madrid y se invertirá desde Madrid. Aquí, claro, seguiremos produciendo, faltaría más. Pero ni Carlos Torres (al pobre presidente del BBVA le han hecho venir a las jornadas del Círculo en el peor momento) ni sus antecesores han demostrado interés real por el territorio. CatalunyaCaixa fue el banco fantasma de su expansión. Y el Sabadell podría ser la lápida.
El riesgo no es ideológico. No es anti-nada. Es estructural. Cataluña corre el riesgo de convertirse en terreno fértil sin soberanía económica. Donde todo funciona, pero nada se decide. Sin bancos propios, sin consejos de administración aquí, sin posibilidad de condicionar ni una junta general.
CaixaBank aún tiene una ventana. Está muy bien su ambición internacional —Portugal, Novobanco, lo que venga— pero sería buena idea no olvidarse del barrio. Si los de Tomás Muniesa no recuperan sede, relato y compromiso, perderán más que un símbolo. Perderán el papel que alguna vez jugaron. El único que, por cierto, sigue libre.
Porque esto no va de nostalgia ni de banderas. Va de dignidad estratégica. De saber quién decide y desde dónde. Y de si Cataluña está dispuesta a aceptar su nuevo papel como región productiva obediente. O a jugar sus cartas antes de que cierren la mesa.