La irrupción del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, en el debate sobre la energía nuclear durante su intervención de este miércoles en el Congreso ha generado sorpresa a propios y extraños.

Esta ha sido, probablemente, la ocasión en la que Sánchez ha cargado de forma más contundente contra este tipo de energía. Es cierto que lo ha hecho en el marco de una comparecencia para dar explicaciones por el apagón de la semana pasada, en el que han quedado señaladas algunas de las renovables (como la solar y la eólica), por las que ha apostado firmemente este Gobierno. Pero también es cierto que no parece muy prudente este ataque frontal contra una fuente que supone alrededor del 20% de la energía producida en España.

Nadie duda de que lo ideal sería generar energía mediante el método más limpio, barato y estable posible. Pero no hay ninguna fuente que reúna todas esas características.

Las renovables, como la solar, la eólica y la hidroeléctrica, son limpias y baratas, pero muy inestables (especialmente las dos primeras). Mientras que la biomasa es estable pero su gestión es costosa (requiere grandes espacios para almacenarla y su transporte es muy caro) y contaminante (fundamentalmente, gases de efecto invernadero y deforestación).

Las fósiles, como el petróleo, el gas y el carbón, son estables pero no demasiado baratas y altamente contaminantes.

Y la nuclear es muy estable, relativamente barata de producir (la amortización de las altas inversiones de las centrales se reparte a lo largo de décadas y el precio del uranio -disponible en grandes cantidades en España, aunque actualmente su extracción esté prohibida por ley- es asumible pese a su tendencia al alza) y apenas genera emisiones de carbono. Además, el riesgo de accidente es mínimo y los residuos se almacenan en depósitos seguros.

Los expertos insisten en que la solución pasa por un mix equilibrado entre renovables y energías estables, y, de estas últimas, las ventajas de la nuclear frente a las fósiles (sobre todo a nivel de contaminación) son enormes.

Es decir, si queremos tener un sistema eléctrico fiable, estable y medioambientalmente sostenible, hasta que seamos capaces de almacenar energía de forma masiva y eficiente, no queda más remedio que buscar un equilibrio entre las renovables y la nuclear.

Así lo han entendido algunas democracias de nuestro entorno, como Francia (con más de 50 reactores nucleares), Países Bajos, Suecia, Polonia, Bélgica, Finlandia o República Checa, entre otras, que ya han anunciado la construcción de nuevos reactores o la ampliación de su capacidad nuclear. En la mayor parte de los casos, con la derecha y la izquierda yendo de la mano. Otros países más lejanos, como China (19 reactores en construcción o proyectados), India (8) o Rusia (4), también apuestan por la nuclear.

El caso de Alemania es paradigmático. Su cierre nuclear les ha obligado a depender del gas ruso y a reactivar las antiguas y contaminantes centrales de carbón.

La posición de Sánchez no responde a criterios técnicos sino ideológicos. En parte, presionado por algunos de sus socios parlamentarios, que todavía abanderan el miedo atávico a la energía nuclear.

Un miedo que se fundamenta en los accidentes de Chernóbil (1986) -31 muertos directos y estimaciones de varios miles de forma indirecta a largo plazo- y Fukushima (2011) -0 fallecidos directos y estimación de unos 2.000 de forma indirecta-. Cifras lamentables pero infinitamente inferiores a las que se atribuyen al CO2 que generan las energías fósiles.

En todo caso, en el mundo hay más de 400 reactores nucleares operativos repartidos entre una treintena de países, lo que demuestra el consenso global de que, hoy por hoy, la energía nuclear sigue siendo necesaria para mantener el nivel de bienestar y progreso de la humanidad. Oponerse a ello sin más argumentos que el miedo a la radiación descontrolada o las maniobras del oscuro lobby pronuclear no parece la opción más razonable.