Colarse entre ficus y moquetas por Moncloa para espiar un tête-à-tête entre Pedro Sánchez e Isidro Fainé no solo habría sido un placer voyeurista para los aficionados al poder: también una masterclass en política con corbata y sonrisa contenida. Porque aquí no hablamos de saludos protocolarios, sino de cuchillos largos entre dos instituciones con vocación de eternidad: el Gobierno y La Caixa.

Hasta hace nada, Fainé entraba en la Moncloa como quien llega a su segunda residencia. Todo armonía. Todo sonrisas. En enero de 2024, en la comida de la CEDE, parecía que el guion lo escribía Netflix. Poco después, el patriarca financiero colocaba a Ángel Simón como CEO de CriteriaCaixa. Sánchez feliz. Fainé más. Y Simón, encantado de la oportunidad profesional.

Pero, ay, llegó el verano y con él, la alergia a los pactos tácitos. Sánchez quiso poner orden en Telefónica y pensó en Marc Murtra como nuevo capitán. La jugada era sencilla: más dinero público para evitar el control saudí, ergo más control público. Pero había un obstáculo: José María Álvarez-Pallete, protegido de Fainé que lideraba la compañía. Se le invitó a marcharse. Y lo hizo, a regañadientes del jefe. La fractura personal se desbocó.

A Moncloa se le encendieron las dudas sobre Fainé y pidió entonces un gesto: que pasara página, se recogiera en un sillón honorífico y diera paso a Simón. Pero Fainé dijo no. Y no es no. Se atrincheró con su círculo de confianza —Sas, Coronas, Planas, Loughney— y cada sugerencia del Gobierno sonó a empujón. Cada empujón, a amenaza. Cada amenaza, a declaración de guerra. El grupo de próximos se transformó en un comité de crisis.

Sant Jordi llegó con rosas, libros y una bronca en privado. Sánchez estaba molesto: Fainé había movido ficha sin avisar a nadie en el Ministerio de Economía. Nombró a Reynés y Barrera para el patronato de la Fundación como quien cambia de mesa en el restaurante: sin pedir permiso. Algo que, desde 2013, cuando la Fundación quedó bajo tutela estatal, se considera pecado venial... o capital, según el humor del ministro de turno.

La respuesta no tardó: Simón, apartado. Reynés, ascendido. Un liberal sustituía a un socialdemócrata. Y todo el puente que Illa había construido en Madrid para bendecir el relevo, se vino abajo con estrépito.

Una escena que evoca al Saturno de Goya, no por el dramatismo pictórico, sino por la lógica ancestral: mejor devorar al hijo antes de que reclame el trono. Un gesto primitivo, violento, pero también calculado. Porque Simón no era solo un directivo competente; era, sobre todo, una criatura moldeada por Fainé. Una de tantas que hoy analizan lo acontecido diciendo que lo suyo fue incluso mejor. Pero en este ecosistema donde el poder no se comparte, se hereda a regañadientes, la autonomía no se premia: se castiga. Y toda paternidad simbólica, tarde o temprano, acaba en sacrificio.

¿Fue exceso de confianza? ¿Ingenuidad? ¿Soberbia técnica? Depende de la perspectiva de análisis. Pero en Moncloa ya no se hacen la foto de grupo con tanta alegría. En la plaza de Sant Jaume, Illa tardará en recuperarse de su primer revolcón serio como presidente. Y las preguntas empiezan a acumularse: ¿cuánto más tensará Fainé? ¿Está el Gobierno dispuesto a forzar un cambio de modelo en La Caixa? ¿Se acabaron las largas conversaciones espirituales con Illa? ¿Es Reynés el rellano definitivo o apenas un escalón más como lo fue Simón cuando el jefe decidió prescindir de Marcelino Armenter? ¿Y qué pinta por detrás Taqa, la emiratí, en el sainete de Naturgy? ¿Está lista la operación a la que se opuso el CEO saliente?

Simón se va con nota alta. Lo admiten hasta sus relevistas. Pero el sistema castiga la eficacia cuando viene acompañada de independencia. Y Simón, a diferencia de otros, hablaba claro. Lo hizo con Colau, con los Entrecanales, y con quien se le pusiera por delante. Tal vez por eso el ingeniero nunca terminó de encajar en el estilo diplomático-vaticano de la casa.

En Cataluña, la reacción ha sido... dispersa. Illa en silencio. Junts, apesadumbrados y fuera de juego (salvo Jaume Giró). ERC, en fase zen. PP y Vox aún están buscando las piezas del puzle. Fainé, mientras, sigue. Y la Fundación también. Todo se mueve, pero todo permanece. Gatopardismo fundacional.

Porque La Caixa no es una fundación cualquiera, ni por sus números ni por su dimensión político-social. Es una institución con liturgia, con patronos en lugar de propietarios y con más incienso que urnas. Poder blando, pero persistente.

Fainé parece apostar por el control indirecto. ¿Tal vez una autosucesión disfrazada antes del verano? De momento, gana por puntos. Y la gran pregunta sigue en el aire: ¿cuál de los dos presidentes, el político o el financiero, resistirá más? Sánchez —que ni olvida, ni archiva, ni perdona y es 30 años más joven que el banquero— aún puede mover ficha.

La estocada de Sant Jordi quizás no fue la última. Compraremos palomitas…