En apenas siete meses, los socialistas han concedido al nacionalismo catalán mucho más de lo que el independentismo logró con el pulso del procés.
El último acuerdo –pactado con el dos veces prófugo y semiamnistiado Puigdemont– pasa por el traspaso de las competencias de inmigración a Cataluña.
Un traspaso con un doble trasfondo: uno, racista y xenófobo para con los inmigrantes (algunos); otro, también, pero para con los policías nacionales y guardias civiles.
Porque este movimiento supone en la práctica arrinconar un poco más a estos cuerpos y fuerzas de seguridad en Cataluña.
Se trata de un nuevo triunfo para catalanistas, nacionalistas e independentistas, que son mayoría en el Parlament, pero no en la sociedad, y que acercan la independencia.
La acercan porque, al asunto migratorio, hay que añadir el compromiso del PSC para que Cataluña tenga una “financiación singular”.
La acercan porque, con el control de las fronteras y el de los impuestos, el nivel de autogobierno y autosuficiencia roza el de un Estado independiente.
Y la acercan porque, entre las competencias que tiene Cataluña, se encuentran también las de la policía propia, la educación (monolingüe en catalán) y la justicia.
Tampoco hay que olvidar el afán del Govern de Illa de mantener y ampliar la red de embajadas catalanas y otros chiringuitos en el exterior.
¿Qué más pueden pedir quienes trataron de romper España? No solo se ha hecho todo por tratar de borrar de la historia sus delitos, sino que se les agradecen en forma de concesiones.
La situación es inconcebible para cualquier político con dos dedos de frente, pero no para unos que hacen lo que sea con tal de mantenerse en el poder.