De forma principal, el Madrid cortesano anda muy sorprendido por el papel que Junts per Catalunya desempeña en esta última época. Con su líder máximo fugado, recluido o exiliado en Waterloo, sus siete representantes en el Congreso de los Diputados son cada vez más conocidos, más solicitados por su importancia aritmética.
Carles Puigdemont --ese expresidente que dijo que si no ganaba las elecciones a la Generalitat abandonaría la política-- no solo las perdió, sino que, lejos de abandonar, siguió. Y lleva meses con la llave de la gobernabilidad española en su bolsillo. En el interior de la americana, donde se guardan las carteras o los papeles importantes.
El líder de los nacionalistas catalanes menos tontos se ha quitado de en medio el engendro que creó para financiar su aventura belga (el llamado Consell de la República). Ese organismo, que ya no dirige ni preside, también ha conseguido ladear a un incalificable Antoni Comín que vivía transmutado en su mascota política inseparable hasta que unos y otros le han conocido en la distancia corta y abominan de su sola presencia.
Ahora el bueno de Puchi tiene todo el tiempo del mundo para dedicarse a la política española. La catalana le interesa poco. Su resultado en las elecciones autonómicas fue de lo peorcito que se recuerda y todo apunta a que Salvador Illa se pasará no pocos años al frente de la autonomía si no comete errores de bulto y sigue trabajando con el ritmo estajanovista que ha desplegado desde su llegada al palacio de Sant Jaume.
A Puigdemont le interesa manejar a Pedro Sánchez tanto y tanto tiempo como le resulte posible. Lo explicas en Madrid y te miran con cara de decir qué sabrá este aldeano de los ingredientes de nuestro cocido político.
Hay un veterano de estas lides que lleva años de vuelo, siempre muy próximo a los entornos de la Casa Real, y que cuando hablamos del asunto aprovecha para poner todas las caras de sorpresa que conoce. Al cabo de unos meses, y gracias a alguna libretita en la que debe anotar nuestras conversaciones, acaba admitiendo que el relato periférico es, en ocasiones, mucho más certero que el central (no digamos ya el centralista).
Nadie entiende que Puigdemont pueda ser un peligroso secesionista, a la par que un tipo sensato capaz de pararle al gobierno progre el impuestazo a las energéticas. Por supuesto, aunque ahora estén frenando la reducción de la jornada laboral que promueve Sumar y apoya el PSOE, ese nivel de moderación está aún muy lejano del conservadurismo tradicional de la antigua Convergència Democràtica de Catalunya (CDC) de Jordi Pujol, Miquel Roca, Ramon Trias Fargas…
Lejos de lo que desearía Jaume Giró, que en su nueva función de diputado del parlamento catalán aspira a liderar esa transformación económica e ideológica junto a un buen grupo de alcaldes de municipios de Cataluña que son más conservadores que secesionistas.
Lo que pasa con Junts ahora es parecido a lo que en la teoría de la mente defiende la filosofía dualista. Esa que dice que cuerpo y mente son cosas distintas, es decir, que las ideas y el pensamiento nada o poco tienen que ver con la materia.
Pues algo similar se ha apoderado de Junts con su particular dualismo (las ideas, la independencia; la materia, las cosas de comer…). Es capaz de ser una formación abiertamente conservadora en materia económica y falsamente progresista en su posición sobre la cuestión nacional.
E, insisto, falsamente, sí: hasta la fecha no se ha dado a conocer ningún nacionalismo que no resulte profundamente reaccionario. Tanto da que lo promueva Puigdemont, Oriol Junqueras, Sabino Arana, Vladímir Putin o Donald Trump...