Parece mentira pero, en unas semanas, se cumplen nueve años (108 meses) desde la famosa promesa de Gabriel Rufián de dejar su asiento en el Congreso al cabo de 18 meses y volver a la República Catalana.
Cuando el dirigente de ERC lanzó aquel compromiso que muchos ilusos creyeron, era un jovenzuelo de 33 años. Hoy, atornillado al escaño cual lapa y versado en cocidito madrileño, Rufián peina canas a punto de cumplir los 43 y disfruta de un jornal de 115.000 euros (casi 20 millones de pesetas, por si alguien de mi generación se ha perdido en el cálculo). Con estas prebendas, a ver quién cumple una promesa…
En política, hay dos tipos de mentiras: las que quebrantan la palabra dada de pasada, por lo bajini, con voz suave, a escondidas, en la letra pequeña de los programas electorales, y las que violan compromisos realizados con mayúsculas, con solemnidad, con pomposidad, a gritos.
A mí me parecen más sangrantes las segundas porque implican ciscarse inmisericordemente de sus votantes, orinarse en su cara sin disimulo, escupirles en el rostro y encima chotearse de ellos. Algo parecido al “no va a haber amnistía” del PSC y del PSOE, vociferado una y otra vez poco antes de aprobarla.
Con este currículum, lo que diga Rufián es poco relevante, pero también es cierto que, en ocasiones, sus contradicciones son especialmente ultrajantes para muchas personas que llevan años partiéndose la cara por defender los derechos más básicos.
Esta semana, el diputado y tuitero ha mostrado que tiene la piel muy fina. Al parecer, no le han gustado las críticas recibidas desde un sector del independentismo que le reprocha el poco uso que hace del catalán en la Cámara Baja.
Rufián se defiende con el argumento de que, al expresarse en castellano, su mensaje independentista llega mejor a los catalanes que tienen esa lengua como propia. Sin embargo, su entorno asegura que, sencillamente, Rufián usa el español porque es su lengua materna, está más cómodo con ella y tiene derecho a hacerlo.
Así, mientras su partido impide a los niños catalanes castellanohablantes que no se pueden pagar un colegio privado o concertado recibir una parte razonable de su educación en su idioma, él disfruta y ejerce la libertad de hablar en la lengua que le sale de los bemoles en el Congreso.
Una muestra de cinismo digna de un personaje despreciable.