En la Tierra vivimos (más o menos, pues es imposible llevar el recuento en numerosos lugares) 8.000 millones de personas. India ya supera a China como el país más poblado (entre ambos acumulan 2.800 millones, un 35% del total). Las estimaciones –que nunca se cumplen– vaticinan que superaremos los 9.000 millones en 2050, y los 10.800 en 2080, momento en el que nos estancaremos.

La masa molesta. Sobra gente. En función de la ideología, estorban los ricos o los pobres. Es curioso que los unos atraen a los otros. Viene esto a cuento de la polémica reforma de ley de extranjería con la que se pretende obligar a las comunidades autónomas a acoger a cierto número de menores inmigrantes no acompañados, a repartirse a estos muchachos que están invadiendo esencialmente Canarias, pero también otros lugares.

Las izquierdas promueven la distribución con el buenismo que las caracteriza; las derechas se oponen y defienden que el marrón se lo coman otros, y que se devuelva a sus países de origen a quienes crucen la frontera en situación irregular, a menudo con discursos que rozan o traspasan la xenofobia.

La realidad es que el sistema no está preparado para acoger a estos chicos, ni hay mucho interés en modificarlo para asegurarles un futuro, por lo que, sin recursos ni arraigo, se convierten en potenciales criminales. Están en un limbo con acceso directo a los infiernos.

Y viene también a cuento la mención de las aglomeraciones ante la creciente corriente contra el turismo, la turismofobia. Aquí son las izquierdas las que abanderan la oposición a los visitantes en tropel –cuando, gracias a la democratización turística, estas mismas izquierdas pueden viajar adonde quieran–, tanto los que dejan dinero como los que nos traen su incivismo.

No los quieren, dicen, porque los responsabilizan de todos los males posibles, desde la suciedad de las calles hasta el encarecimiento de la vivienda y el desdibujamiento de los barrios, o el engorro que supone tener que cruzarte con tanto gentío, a menudo en condiciones patéticas o etílicas. Y tienen parte de razón.

Los humanos somos animales sociales, pero hasta cierto punto. La clave está en la convivencia, en respetar unas mínimas normas. Más allá de ideologías, lo que queremos todos es vivir en paz y relajados, con las necesidades cubiertas, con todas las comodidades a dos pasos de casa, sin hacer colas, sin pagar en exceso, con todo limpio, viajar por todo el mundo por cuatro duros, y sin riesgos de seguridad. Todo no se puede tener. Pero podemos poner el foco en la educación y en el endurecimiento de penas y sanciones a quienes nos hagan la vida más difícil. Sea de donde sea y venga de donde venga.