El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, presentó ayer en el Congreso de Diputados su plan de medios, una batería de medidas que, según él, arrojará "transparencia" en la propiedad y financiación de las plataformas informativas. Una transparencia de la que, claro, su Administración ni hace gala ni piensa hacerla.
Casualidad o no, el jefe del Ejecutivo expuso su hoja de ruta el mismo día en el que el líder del partido del que depende, Carles Puigdemont (Junts), arremetió virulentamente contra los medios de comunicación por, bajo su punto de vista, la "presión" que ejercen las cabeceras para que Salvador Illa logre apoyos para ser investido president de la Generalitat de Cataluña.
De este modo, dos figuras políticas de primer nivel dieron ayer pasos para cercenar la libertad de prensa en España. Sánchez, blandiendo la capacidad del Ejecutivo de legislar; Puigdemont, utilizando una tribuna para nada menor, su cuenta oficial de X, antes Twitter. Los dos fenómenos no solo coincidieron en el tiempo, sino que guardan más relación de lo que se piensa.
Cabe recordar, por si alguien --también a los representantes políticos-- albergara alguna duda, que los medios informativos en España operan bajo legalidad vigente. Están sometidos al Código de Comercio y, por lo tanto, entregan sus cuentas anuales al Registro Mercantil, y notifican cualquier cambio de calado.
Asimismo, están sometidos igual que el resto de personas físicas y jurídicas al imperio de la ley: cualquier ciudadano que se sienta maltratado o agraviado puede acudir a los tribunales para resarcir sus derechos. Y Puigdemont lo sabe: no se corta a la hora de azuzar a su abogado, Gonzalo Boye, contra las cabeceras que escriben contra él.
El derecho a rectificación está regulado desde hace 40 años, y los que consideran que los periodistas no han recogido adecuadamente su versión, pueden acudir a ella. Si no quedan satisfechos, está la vía judicial.
Así, el doble ataque protagonizado ayer por Sánchez y Puigdemont debe leerse en esta clave: los dos políticos no están satisfechos con determinadas publicaciones de los medios, y tratan de laminar la libertad de prensa a brocha gorda. Es, claro, una solución de trazo tosco y de ganador de despacho, pues ambos pueden acudir a los cauces convencionales si sienten que están afectados por una publicación y no se les ha consultado.
Pero no. Lo ya vigente y consensuado se les queda corto, y buscan más legislación si cabe, o las redes sociales, para embestir a los medios. Un flaco favor a la democracia que, además, se paga con fondos públicos. En los dos casos.