El Arzobispado de Barcelona tiene todo el derecho del mundo a poner en valor su patrimonio. La Archidiócesis dispone de un porfolio y rentabilizarlo le ayudará a hacer su labor pastoral. Pero algo chirría cuando la provincia administra sus bienes a golpe de Excel, alejándose de aquello de "Defiende a los pobres y a los necesitados" (Proverbios 31:8-9). 

O cuando purga a los críticos de forma fulminante, com acaba de ocurrir en una parroquia de la Ciudad Condal, donde la sede metropolitana proyecta la transformación de un templo en una macrofacultad de la Universidad Ramon Llull (URL). 

Lo dicho: la Iglesia tiene derecho a valorizar su patrimonio, pero la gestión en el Esperit Sant de la capital catalana ha sido calamitosa. No solo han iniciado el proyecto sin consenso, sino que ahora tratan de sofocar la rebelión de los feligreses y su pastor a golpe de destituciones. 

El cardenal Juan José Omella, que en otros momentos fue un actor en favor del diálogo en Cataluña, ahora muestra sus formas más romas y autoritarias. Y que conste que todas las partes pueden tener razón, o pueden estar asistidas por parte de la misma. 

Unos defenderán que los activos de la provincia deben rentabilizarse, mientras que los otros piden respeto a la Adoración Continua y al patrimonio material del lugar. Pero lo que no ha lugar es actuar a golpe de cese. 

Demuestra una falta de tacto que no corresponde al equipo del religioso turolense y a su curia. 

En un mundo viral e hiperconectado, y en el que cae el interés por el misterio de la fe, desde el número 5 de la calle del Bisbe deberían de ser conscientes de que cualquier movimiento en falso lamina su reputación.

Y la destitución anunciada en Barcelona es poco más que un tiro en el pie.