El balance anual de Nochebuena --esa expresión que el incombustible Quim Torra quiere que despreciemos de Cataluña-- deja de nuevo como asignatura pendiente la recuperación de la credibilidad de las grandes instituciones del país. Más allá de la salida de pata de banco del quizá peor presidente de la historia de la Generalitat, no se ha trabajado con demasiado ímpetu ni en el Palau de la Generalitat ni desde Moncloa para evitar que la desafección que ya existe tras años de promesas incumplidas vaya a más.
Esta misma semana hemos visto cómo el Gobierno no aprende que a la ciudadanía se le debe ir de frente. El nuevo ministro de Derechos Sociales, Consumo y Agenda 2030, Pablo Bustinduy, anunciaba que se ampliará el permiso de nacimiento y cuidado del menor de las 16 semanas actuales a las 20. Aseguró que el cambio se haría efectivo en agosto de 2024 y también vendió una modificación del permiso de lactancia acumulado de hasta 28 días.
Es decir, cambios que deberían ser positivos y con un impacto real para las familias que reciben a un nuevo miembro en el hogar (algo que es más necesario que nunca para la sostenibilidad del sistema, aunque eso es un debate paralelo).
El problema es que Bustinduy pecó de lo mismo que la exministra Ione Belarra, anunciar como un hecho consumado una simple promesa de mandato. Y, vistos los precedentes, suele ser la primera en quedar en un cajón cuando se trata de negociar. Y el Gobierno tiene que negociar mucho en esta legislatura.
La crispación que se vive en las Cortes hace imposible un acuerdo entre las dos grandes fuerzas políticas del país que podría ser beneficiosa en una cuestión como ampliar las bajas de maternidad y paternidad en cuatro semanas más para cada progenitor. Se ha escrito mucho sobre lo positivo que sería para los bebés, no tanto sobre la pertinencia para un sistema que no cubre de forma universal los cuidados de 0 a 3 años y que las familias dispusieran de un poco más de tiempo para cuidar a los recién nacidos.
En cuanto a los anuncios respecto al permiso de lactancia, el cambio real es extremadamente pequeño. Se blinda a que sea la madre o el padre (que también lo tienen reconocido por ley, aunque son pocos los que lo solicitan) el que elija si la hora la suma a la jornada o la compacta. Con un pero, prácticamente todos los convenios sectoriales incluyen este extremo.
En Cataluña también podemos escribir una enciclopedia de promesas incumplidas por parte de la Generalitat. Más allá de debates nacionalistas e identitarios, que generan hartazgo a estas alturas del año --y así se refleja en los intereses de los lectores--, como los gestos del Govern para intentar minimizar las críticas a asuntos tan serios como la sequía o el fracaso del modelo escolar en el territorio.
El presidente catalán, Pere Aragonès, ha elegido el Dipòsit del Rei Martí como escenario de su mensaje de Navidad. Si el año pasado se fue a una escuela para reivindicar su defensa férrea del actual modelo de enseñanza en Cataluña, ahora ha elegido un antiguo depósito de agua para mostrar que su gobierno está muy preocupado por la sequía.
Los gestos están bien si se toman decisiones y emprenden políticas valientes que los justifiquen. Si se quedan en simples escenificaciones, sólo inciden en la desafección. ¿Necesitamos un año más para aprender la lección?