Hay esperanza. El mundo vive momentos convulsos, con guerras, crisis encadenadas, crispación y polarización. Lo sabemos bien en España, ahora con la infamia de la amnistía. Pedro Sánchez no puede actuar con mayor vileza para seguir en el poder. Y, con él, su cohorte de iletrados aduladores y serviles. Esta medida no hay por donde cogerla.

El Gobierno –lo hizo el PP y lo hace el PSOE– nos deja tirados a millones de ciudadanos que cumplimos con nuestro deber y que plantamos cara al ultranacionalismo para defender la ley, la convivencia y nuestros derechos. ¡Es gravísimo a la par que desalentador! Pero hay que seguir.

Sorprenden los argumentos de algunos defensores de la amnistía que se califican de izquierdas –¿o solo anti-PP?–, entre ellos, que se creen que con esta medida de gracia se acabó el independentismo; o que mejor que pacten por el solo hecho de que no les apetece volver a las urnas; o que, si protesta la derecha, es que tensionar el Estado de derecho no estará tan mal.

Cómo se nota que muchos de ellos han vivido bien toda su vida, sin conocer episodios tenebrosos de verdad. Y cómo se nota también la eficacia del sistema educativo –y de todo en general–, ideado para atontar al personal, que no piense por sí mismo para poder dominarlo mejor, y que se quede atrapado mirando vídeos de gatitos en TikTok. Pero hay esperanza. Siempre la hay, aunque haya una generación perdida. La siguiente será mejor.

Será mejor porque, aunque lento y sin guías, se está produciendo un despertar de la conciencia. Porque, por sentido común, hay cosas que no pueden continuar así y caerán por su propio peso, por más que nos llevemos malos ratos ahora. Leo, por ejemplo, que son numerosas las familias –se cuentan por miles– que se están agrupando para no comprar un smartphone a sus hijos antes de los 16 años. Es solo el inicio.

Tampoco hay que olvidar el paulatino interés por volver a conectar con la naturaleza, pues la ciudad tiene cosas muy buenas, pero también es sinónimo de mucho ruido –no solo del tráfico–, y eso nos aleja de la vida. Por otra parte, ¿acaso tiene sentido tanta generación de residuos habiendo alternativas?, ¿o comprar productos a otros países porque son más baratos –y peores– que los producidos en España? Hay tantas cosas sin sentido…

Por eso, ante momentos como este, en los que se le ven las costuras al sistema impuesto, hay que creer más que nunca en que el mundo que conocemos cambiará a mejor y, en la medida de lo posible, contribuir a ello con cualquier gesto, por pequeño que sea. Al final, el tiempo pone a cada uno en su lugar, y esa es una de las mejores enseñanzas.