Dicen los dirigentes socialistas y sus adláteres que los indultos, la derogación de la sedición, la amnistía, el reconocimiento de Cataluña como nación y, si hiciera falta, el referéndum secesionista (o cualquier sucedáneo que se les ocurra) no son contrapartidas para mantenerse en el poder, sino que es una forma de resolver el “conflicto catalán”.
Huelga decir que la experiencia de las últimas cuatro décadas demuestra que eso es una falacia. La estrategia del contentamiento solo ha servido para que los nacionalistas acaparen más poder, impongan su modelo de sociedad, intensifiquen la discriminación hacia los no nacionalistas, avancen hacia su objetivo final y planteen nuevas reivindicaciones. Jamás ha resuelto su insatisfacción. Y los socialistas lo saben.
De lo que no estoy seguro es de que hayan calculado algunos efectos secundarios de esta política. Me refiero, fundamentalmente, a la consolidación de posiciones extremas en sentido contrario y la aparición de una cierta desafección en ciertos sectores hacia la cosa pública y común.
Me explico.
En los últimos tiempos me han sorprendido algunos comentarios en mi entorno de tradicionales votantes socialistas que me aseguran que han decidido votar a Vox en el futuro como respuesta a las cesiones de la izquierda ante los nacionalistas.
No digo que se trate de una actitud generalizada, ni mucho menos, pero sí inquietante. Si, al final, para calmar a la bestia nacionalista (por utilizar el lenguaje de Quim Torra, nuestro xenófobo favorito) resulta que facilitamos el apuntalamiento de la extrema derecha, me parece que habremos hecho un mal negocio.
Yo creía que los grandes partidos nacionales se habían conjurado para maniobrar con el objetivo de reducir el radicalismo, pero me parece que el PSOE y el PSC están contribuyendo a lo contrario.
Esta misma semana, dos amigos muy cercanos, votantes socialistas desde la época de Felipe González, durante una conversación sobre la crisis migratoria en Canarias, me sorprendieron con una argumentación inesperada: “Si lo que quieren es montar un Estado confederal, pues que se busquen la vida los canarios con los cayucos”. Me quedé de piedra.
Pero aún me parecen más preocupantes algunos comentarios que recientemente estoy recibiendo por parte de constitucionalistas catalanes desencantados con la entrega de los socialistas a los nacionalistas a cambio de seguir en la poltrona.
“No me siento representado por este Estado. No defiende mis intereses más básicos. Si quiere suicidarse, será sin mi ayuda. Te aseguro, Alejandro, que, si puedo, defraudaré a Hacienda todo lo que pueda”, me aseguraba enfadado hace unos días un pequeño empresario, al que conozco de toda la vida. “He pagado religiosamente mis impuestos durante décadas. Pero ya estoy harto. Si quieren desmontar el país, no será con mi pasta. Ni un pu*o duro a este Estado ni a la Generalitat. ¡Que se j***n!”, me decía también en estas fechas otro conocido que también la toca en el mundo de los negocios.
Hace muchos años que no oía a nadie alardear de evadir impuestos. Es una actitud propia de otras épocas. Parecía que había sido desterrada. Y creo que, hoy por hoy, no es tan fácil eludir al fisco. Pero el simple hecho de que tipos que hasta hace no demasiado tiempo se enorgullecían de su aportación al erario ahora se atrevan a plantear lo contrario, me parece una señal de que no vamos por el camino correcto.